Porfy Days Countrys – Historias de obreros

Don porfirio

Porfirio Medía un poco menos de uno cincuenta metros, era de complexión delgada, enjuto, con rasgos típicamente pipiles y de una edad indefinible que tanto podía ser que tuviese treinta y cinco años como cuarenta y cinco, algunos afirmaban que tenía mas de cincuenta. Al ser cuestionado contestaba con evasivas que no daban mayores pistas sobre su edad, a mí me parecía la representación pura de un cacique pipil como Feliciano Ama, o algo así.

Trabajaba en la fábrica de la papelera Hispasa que entonces funcionaba en el Boulevard del Ejército, arriba del desvío a la colonia Amatepec, en donde yo también laboré por un tiempo en mantenimiento eléctrico, estoy hablando de allá por el año 1986, cuando el salario mínimo era de 450 colones (51.42 US$ dólares mensuales).

Su nombre real era Porfirio Días Campos y él lo abreviaba de ese modo: Porfy Days Country’s.

Cuando firmaba sus reportes diarios de producción solo ponía en su reporte la palabra Porfy y dibujaba una campiña muy soleada, lo que causaba la furia de los contadores de producción que llegaban a regañarlo y a decirle que firmara correctamente, la susodicha hoja de control de producción.

Porfy's
Ahí dice: Porfirio Díaz Campos

En la fábrica los turnos eran de 7 de la mañana a 5 de la tarde y de 6 pm a 7 am lo que incluía algunas horas extras que por la noche sumadas a la nocturnidad, se hacía una buena cantidad de dinero, además mensualmente recibíamos una dotación de cereales y víveres como aceite, papel higiénico, jabón, etc.

En el turno de la noche se ganaba más por haber horas extras y nocturnas además, sin embargo resultaba un turno muy agotador pues comenzaba el Lunes a las seis de la tarde saliendo hasta las siete horas del día siguiente y así, toda la semana.

Los sábados se trabajaba todo el día, terminando el domingo a las seis de la mañana, quedando únicamente ese día para poder dormir ya que el lunes temprano nos presentábamos a las siete de la mañana porque la rotación era semanal.

Sin embargo, algunos como «El Cherito» tenían permiso para trabajar solo de día porque además de tener ya mucho tiempo de laborar para, era un empleado de mucha confianza y estaba sacando su bachillerato comercial en el instituto nocturno de San Marcos que era por donde vivía.

A su servidor le tocó varias veces hacer turno con don Porfy que a fin de cuentas era un trabajador bastante díscolo y haragán pero que se batía con la ley del mínimo esfuerzo, para ir cumpliendo con las expectativas sin dar mas allá de lo que se requería de él.

Decía que solo había hecho hasta noveno grado pero que lo había repetido tres veces, lo cual daba suficiente certeza de que lo había hecho muy bien, no como todos los que solo una vez habían pasado por el noveno grado, él decía, era un especialista.

Su trabajo en la fábrica era de «Rayador», es decir que era el operario de la máquina llamada «Rayadora» y cuyo cometido básico era hacer las rayas en las hojas que luego se convertirían luego en cuadernos rayados, doble rayados o cuadriculados.

Este era un trabajo que requería de mucha precisión pues había que calibrar la máquina para que por medio de rodillos el pliego de papel pasara por una barra de discos de bronce «rayadores» que se llenaban de tinta y en donde se le pintaba una cara y luego diera vueltas para pasar por la cara inversa en otro rodillo y llegara a donde estaba la otra barra de discos que le pintaba el otro lado, al papel.

Las rayas de la primera pasada debían conicidir con las que se pintaban en la segunda pasada y para lograr esa exactitud en forma milimétrica se tenía que aplicar «separadores» entre los discos, que eran otro discos de diferentes grosores milimétricos con los que en forma manual se ajustaban las distancias entre disco y disco para hacer coincidir los dos juegos de rayas, realmente era difícil hacerle un «Seteo» a dichas máquinas ya que además de estar viejas, se mezclaban muchos otros factores para causar la doble raya tales como hilos flojos, discos golpeados, barra mal calibrada, etc.

El secreto y lo complicado del asunto era hacer coincidir las rayas de una cara con las de la otra cara, lo que era un proceso milimétrico de manipulación de las barras, ajustando las distancia con separadores de hasta un cuarto de milímetro de espesor.

El papel se transportaba entre los rodillos por medio de «Hilos» de Nylon, que se ponían a lo ancho de un rodillo y cruzaban todo el juego de grandes rodillos afelpados, creando una especie de «cama guía» o plataforma en la que el papel se sostenía y era transportado, pintado, invertido y nuevamente pintado hasta salir e irse acumulando en una bandeja que estaba diseñada para apilarlo nuevamente.

Al terminar se enviaba a las guillotinas en donde cortaban los cuadernos que luego se perforaban y se les metía el espiral (a mano).

Tener la malla de hilos tensa era crucial para que el papel se desplazara perfectamente y este proceso de poner hilos nuevos lo repetían tantas veces como hilos flojos hubiesen y era parte del no declarado código de ética del operario, dejarle la máquina con los hilos bien ajustados al siguiente turno.

Porfirio se las arreglaba para dejar siempre la máquina con los hilos tensos pero al punto de agotamiento de tal manera que cerca de una hora y media después de haber arrancado el turno siguiente, el operario notaba casi todos los hilos flojos y tenía que parar para hacer un cambio casi completo, perdiendo tiempo y producción efectiva en medio de improperios y maldiciones contra Porfirio.

Al cabo de unas horas los hilos se aflojaban o reventaban y había que cambiarlos y para eso se utilizaba un hilo ya colocado para servir de guía al nuevo, amarrando el nuevo a uno ya colocado para luego encender y apagar la máquina en un tiempo calculado por la experiencia para que el hilo se transportase por toda la máquina, llegase nuevamente al mismo punto en donde se ató, soltarlo y luego se tensaba con los dedos para terminar en un nudo ciego, eliminando los hilos que ya estaban flojos o aguados.

El proceso de rallado era delicado y muy especializado, pero una vez seteada y calibrada la máquina había que cargar la bandeja de papel con una pila de aproximadamente sesenta centímetros de alto que se tomaba de las tarimas que el “Diablero” (El chico que manejaba el montacarga manual, Portapallet o «Diablo»), llegaba a dejar atrás de la máquina.

El «seteado» de la máquina para cambio de diseño era una labor muy complicada y requería un buen manejo del Escalímetro o pié de rey para calcular las distancias entre línea y línea y para ajustar los rodillos de discos de tal manera que las dos pasadas encajasen en sus líneas (las de atrás con las de adelante) y no se produjese «doble Raya» que es cuando ustedes miran a trasluz una página de cuaderno rallado o cuadriculado y ven que la línea de un lado no encaja con la del otro lado, Esto no debe suceder en un cuaderno bien rallado.

Me daba risa ver a Porfy cargando la máquina con papel, ya que como era muy pequeño tomaba con sus pequeñas manos algo así como una resma (500 hojas) de los enormes pliegos cuadrados de cuarenta por cuarenta pulgadas y los doblaba en tres para luego levantarlo a duras penas y colocarlos en la tarima de carga y luego alinearlo para dejar una sola pila de papel.

Y un día que lo estaba molestando porque los otros ralladores tomaban casi 3 resmas de una vez, me dijo con porfiada sonrisa:

– Cargálo vos pues. Demostrame que podés.

Y yo confiado tomé el equivalente a dos resmas amparado en mi tamaño y fuerza pero no contaba con que el papel tiene su truco para manejarlo ya que los pliegos aunque sean muchos y parezcan un bloque sólido son tan flexibles como una sola hoja de papel.

En el momento en que los levanté, se doblaron y como al mismo tiempo había hecho el giro para colocarlo en la otra pila, se me cayeron al suelo entre las carcajadas y burlas de todos los demás que se habían asomado para ver el resultado de mi ignorancia en las mañas del manejo de pliegos de papel.

Totalmente “ahuevado”, como pude, recogí el papel y traté de apilarlo pero fue la niña Gloria, una señora muy amable, quien me emparejó el papel, no sin antes regañarme todo por haberme dejado engañar por el pícaro de Porfirio.

El viejo pillastre era un hijo de puta, sin embargo le tomé cariño al «maitrito» y éste me enseño los secretos del rayado y aunque yo estaba en mantenimiento técnico, aprendí a manejar y a configurar las rayadoras, tambien a configurar las máquinas que hacen sobres para cartas, a usar las guillotinas marca «Polar» y a controlar las cortadoras (que hacían de la bobina de papel pliegos grandes para las otras áreas).

Cabe señalar que la mayoría de guillotinistas estaban amputados de uno o dos dedos, nunca quise preguntar pero sabía cual era la causa….

Otra broma muy común era que cuando el papel en su salida «caía mal», es decir que se torcía, esto a veces causaba que se arrugara en la caída y bloqueara el paso causando un atasco de papel que había que detener inmediatamente apagando la máquina.

Se sacaban las piezas arrugadas y luego a encender nuevamente la máquina para esperar las dos piezas que venían malas por la tinta de los disco en donde se había detenido, y estas hojas se sacaban sin detener la máquina haciendo un rápido movimiento de tirar por un extremo del papel logrando que el pliego saliera disparado con suma precisión y en forma de flecha aerodinámica.

Esto se usaba para «dispararle» al cristiano que fuera en ese momento pasando cerca de las rayadoras.

Los sábados se trabajaba hasta las 12 del medio día si estábamos de día y la salida se aprovechaba para ir en excursión a «Luces y Congas» o al «California», dos bares-prostíbulos que estaban ubicados por la zona de San Jacinto-San Marcos.

Un uno de ellos, don Porfy tenia una su «dama» que llegaba a sentarse con él a mimarlo y consentirlo, recibiendo siempre un «regalito» que era alguna prenda o bisutería, algunas veces de regular valor.

En realidad nadie tenía lo suficiente para pagar los servicios así que el gusto era sentarse a tomarse unas cuantas cervezas acompañados de las muchachas que ahí trabajaban.Yo tenía a mi novia para entonces y mis sábados por la tarde se los dedicaba a ella, pero acompañé al grupo un par de veces.

Hice muy buenos amigos en la fábrica, todos ellos obreros sencillos, sufridos y muy trabajadores, muchos de ellos verdaderos malandrines pero de gran corazón, porque practicaban la solidaridad pura de los mas desposeídos.

Aunque no faltaban algunos que caían en la categoría de verdaderos cabrones, esos eran los «orejas» de los jefes, a quienes informaban todo lo que se decía tras bastidores, pero ellos estaban realmente aislados del resto y nadie hablaba de más en su presencia.

Cuando nos tocaba turno de noche salíamos a las siete de la mañana y algunas veces me iba con Porfirio a tomar el autobús de la ruta nueve que bajaba de la colonia Amatepec, a comer un desayuno «Porfy», nos bajábamos en la venta de pollos rostizados que está en el centro, (creo que aún se encuentra ahí ) cerca de lo que era la librería Pluma Azul, Boscaíno y Discocentro (los que han caminado por ahí saben de que lugar hablo).

Peedíamos medio pollo rostizado a las siete y media de la mañana y dos cervezas y ya «servidos» cada quien para su casa, yo tomaba nuevamente la ruta nueve y me iba directo a dormir a casa.

Estuve poco mas de un año en la fábrica y la dejé porque los turnos no me dejaban hacer otra cosa mas que trabajar y mi padre me lo cuestionó duramente ya que había dejado de estudiar.

Esta llamada de atención, me hizo reaccionar, así que busqué trabajo con calma, hasta que con un poco de suerte y atrevimiento de mi parte, logré entrar como digitador a una empresa que me abrió el camino a la programación de software, carrera en la que hoy me desenvuelvo.

La experiencia de ser obrero es dura pero al mismo tiempo es muy formadora, ya que uno aprende a valorar a las personas porque convive con ellas de una forma mas directa sin las barreras que se levantan en las áreas administrativas.

Imagino que a estas alturas Porfirio esté jubilado, pero seguirá siendo el «azote» de las chicas del «California» o como se llame ahora.

Creo que mientras trabajó en la fábrica, siguió dibujando su campo soleado, recibiendo con mirada temerosa y perdida de niño autista, pero internamente riéndose con absoluta malignidad, del regaño de los contadores de producción.

Si ya murió, lo imagino en una especie de purgatorio, donde esté en alguna máquina haciéndo el mínimo esfuerzo y dejándosela difícil a sus compañeros de castigo.

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