Eddie Willers se levantó todavía aturdido por la conmoción de haber visto el final de todo lo que había amado en su corta vida. El conejo no había regresado, pero lo haría más tarde, cuando ya no hubiera nadie para espantarlo y junto a él llegarían más criaturas y fuerzas de la naturaleza que poco a poco acabarían destruyendo al tren y sus vías.
Primero se puso de rodillas, cegado por el haz luminoso del faro de la locomotora. Apoyó las manos en una de las traviesas de madera, una pequeña astilla se le incrustó en la palma, pero el dolor le llegó sordo. Lo dejó estar, pues se sentía bien, estaba vivo. Se puso en pie con alguna dificultad. Estaba aterido, fue consciente del frío que estaba haciendo ahí afuera, a pesar de estar en medio del desierto.
—¿Dónde estás, Dagny? ¿Qué hago ahora?
Pensó con la fuerza de un grito. Se miró la mano izquierda y se arrancó suavemente la pequeña astilla, liberando una gota de sangre que cayó al suelo y fue absorbida por la arena entre las traviesas de la vía. Se quedó mirando la pequeña huella roja en la blanca y fina arena, pensando que si él moría ahí, se convertiría en apenas una mancha parecida a la de la gota de sangre en ese inmenso desierto gris. Luego cerro sus ojos.
Después de estar parado unos cinco minutos frente a la locomotora, recuperando su mente, abrió por fin sus ojos, parpadeó ante la intensidad de la luz y bajó la vista. Salió de la vía y se subió a la locomotora, buscando un interruptor para iluminar el interior de la máquina. Encontró una maleta de lona que tenía varias herramientas.
—Haré funcionar esta máquina, he hecho funcionar las cosas toda mi vida.
Se dijo con una voz ronca y cascada, que lo asustó, porque sonó como una amenaza a sí mismo, a su yo empleado común y corriente que carecía del toque de genialidad de los grandes empresarios. Él no era ningún Hank Rearden, ni un Dwight Sanders, y mucho menos un John Galt. No tenía estudios ni altos conocimientos de ingeniería ni de mecánica, pero era un resolutor. Siempre había encontrado una solución a cualquier problema que se le presentase. Además, tenía una larga experiencia en las locomotoras desde niño, pues siempre había estado en medio de ferrocarriles y de motores.
Primero revisó los hechos: el motor se había detenido y no era posible arrancarlo de nuevo. El maquinista y el fogonoero solo habían estado aflojando y socando tuercas, por eso no habían logrado nada. Trató de recordar todo lo que había escuchado, estudiado y aprendido sobre estos motores de la infinidad de mecánicos e ingenieros que había conocido. El principio era un poco complejo, este motor no funcionaba con bujías que dieran chispa para una explosión; el diésel se encendía por compresión.
Se puso a buscar si había fugas de combustible en los ductos, pero no podía ver bien, pues la luz no ayudaba. Trató de mover el faro del tren y fue imposible, pero pudo desprender algunos pequeños faros laterales y los desplazó con todo y conexión al interior de la cabina y del motor. Esto le dio la fuente de luz que necesitaba. Revisó los ductos y vio que ninguno tenía fugas, tampoco la bomba inyectora, la cual pudo reconocer apenas, bien metida dentro de la maquinaria. Palpó con los dedos y, salvo la grasa debida al constante uso, no percibió trazas de combustible en su mano.
Sus ropas estaban ya sucias. Se había quitado el chaleco, el saco y la camisa. Su camiseta estaba manchada de grasa, al igual que su cara y brazos, y su mano izquierda estaba totalmente negra. Estaba sudando y el ligero dolor en sus músculos lo hizo sentir bien. Al descartar fugas, pensó…
“¿Qué más podría estar mal?”
Eddie se concentró en el sistema eléctrico. Sabía que los motores diésel-eléctricos dependían de una serie de componentes para funcionar correctamente. Desarmó el panel de control y revisó los circuitos, buscando signos de cortocircuitos o cables quemados. Encontró un cable medio chamuscado que parecía haber sufrido una sobrecarga. Lo reemplazó con uno de los repuestos que encontró en la maleta de herramientas, asegurándose de que las conexiones fueran firmes y seguras.
Luego, revisó el generador principal. Limpió los filtros de aire y combustible, asegurándose de que no hubiera obstrucciones que pudieran limitar el flujo. Revisó los niveles de aceite y otros fluidos esenciales, rellenando donde era necesario. Asegurarse de que el sistema de enfriamiento estuviera funcionando correctamente era crucial para evitar el sobrecalentamiento de los motores eléctricos.
Finalmente, se centró en los motores de tracción. Limpió los contactos de los conmutadores y verificó que no hubiera obstrucciones en los ventiladores de refrigeración. Vio una serie de valvulas en las cuales una de ellas estaba en posición diferente a las demás, se había aflojado y el perno que la fijaba, seguramente se había desprendido. buscó en el suelo y entre los componentes y la encontró metida dentro del otras piezas del motor.
No sabía cómo poder sacarla, se le ocurrió usar un pedazo de alambre rígido con la punta doblada para meterlo entre los espacios y enganchar el perno con la punta y fue a buscar algo que le pudiera servir dentro del tren. Regresó con un pedazo de alambre que había estado sosteniendo unas cortinas, le dio forma y luego de varios infructosos intentos logró sacar la pieza que fue asegurada en su posición original. Siguió limpiando y revisando otras piezas, para no darse falsas esperanzas.
Después de horas de trabajo meticuloso, Eddie se sintió preparado para intentar encender la locomotora. Subió a la cabina de control, su corazón latiendo con anticipación y nerviosismo. Pero se detuvo, pensó en desenganchar algunos vagones para evitar que la sobrecarga le impidiera al tren ponerse en marcha.
Descartó la idea, pues el tren ya había funcionado incluso con los vagones llenos de gente que en estos momentos no estaban ahí por haber abandonado al tren. Se decidió por intentarlo con el tren completo. Con manos firmes, giró la llave de encendido. No pasó nada.
Sin inmutarse repasó mentalmente toda la secuencia de encendido del motor y se percató que la desconocía, pero recordó que, debido a problemas y daños causados en tiempos anteriores, por operarios descuidados al omitir algunos pasos, él mismo había hecho instalar placas con las instrucciones de arranque y buscó en las paredes de la cabina.
La placa ahí estaba con las instrucciones precisas.
1- Insertar la llave del control general (encendido)
2- Mover el interruptor 4K1 hasta la posición Cdo. De la bomba de inyección.
3- Presionar el botón 4B1 hasta que encienda la luz amarilla de la bomba de inyección
4- Accionar la llave de control general hacia la derecha en la primera posición
El Motor hizo algo, escuchó lo que a él se le antojó como una chispa de encendido y siguió con las instrucciones.
5- Revisar el medidor de corriente de carga y cuando llege a 50 amp. Mover el interruptor del compresor de aire neumático a la posición “auto”.
6- Comunicar el aire neumático girando la llave de seguridad 4K2
7- Por último, mover el interruptor 4K3 (Control de locomotora) a la posición Run.
El motor diésel cobró vida, primero con un leve ronroneo que se convirtió en un rugido firme y constante. Observó los indicadores del panel de control: presión del aceite, niveles de combustible, voltaje del generador. Todo estaba en orden.
Respirando profundamente, Eddie soltó el freno y avanzó la palanca de tracción. El tren comenzó a moverse lentamente, sus ruedas chirriando al principio antes de encontrar un ritmo constante. La locomotora avanzaba con una potencia renovada, el sonido del motor resonando como un canto de victoria en el desierto.
Con el tren en marcha, Eddie se dirigió por la vía férrea a poca velocidad, pues temía no poder detener el tren si iba muy rápido. Estaba exultante, con la camiseta sucia y sudoroso, hizo sonar el silbato del tren varias veces para anunciar su marcha. Esperaba que los pasajeros que habían subido a las carretas lo escuchasen, para hacer caer en cuenta del error que habían cometido.
Sabía que tarde o temprano llegaría a la estación más próxima, pero en el interín aprendería a manipular la velocidad de la locomotora. Hizo varios ensayos acelerando y desacelerando hasta casi detenerse. A los pocos intentos ya dominaba la cosa y siguió su marcha hasta que casi amaneció.
Siguió adelante hasta que pudo ver en la penumbra al pequeño pueblo que se vislumbraba en la distancia con el amanecer bañando el desierto con una luz dorada. Al llegar, encontró una pequeña estación de ferrocarriles de una de las competidoras menores de Taggart Transcontinental. El edificio de ladrillos desgastados y ventanas rotas mostraba signos de deterioro y abandono. Sin embargo, Eddie vio potencial en aquella estructura olvidada, un lugar donde podría restablecer una conexión vital para la red ferroviaria.
Descendió del tren, su figura cubriendo el suelo con una sombra decidida bajo el amanecer dorado. Mientras se acercaba a la estación, notó movimiento en su interior. Trabajadores, antiguos empleados de la compañía rival, se asomaban con cautela desde las ventanas y puertas, observando al extraño con curiosidad y desconfianza.
Eddie se detuvo frente a ellos, consciente de la importancia del momento. “Soy Eddie Willers, de Taggart Transcontinental”, dijo con firmeza, pero con un tono amistoso. “Nuestro tren se averió en el desierto, pero logré repararlo y llegar hasta aquí. Necesito su ayuda para poner en marcha esta estación nuevamente. Juntos, podemos hacerla funcionar.”
Hubo un murmullo entre los trabajadores. Finalmente, un hombre mayor, cuyo rostro reflejaba años de experiencia y esfuerzo, dio un paso adelante. “Nosotros también creíamos en el poder de los ferrocarriles, pero nuestra compañía nos abandonó. Sin embargo, si estás dispuesto a trabajar con nosotros, estamos dispuestos a intentarlo.”
Eddie asintió, agradecido por su disposición. Toda la vida se había sentido como una pieza en algo más grande que él, a la sombra de Dagni, sin la enorme inteligencia de John Galt o la gran capacidad de Hank Rearden, o de Francisco Danconia, él había sido solo el eficiente asistente de Dagni.
Pero había hecho lo impensable, tenía todo para seguir adelante sin ellos, había creído que al hundirse Taggart Transcontinental, él se hundiría con la empresa, incapaz de seguir adelante por su cuenta. Pero no esa así. Esta gente miraba a Eddie Willers, como él mismo lo hacía con aquellos grandes seres, que en su mente había deificado, cuando en realidad, eran personas como él mismo.
La única diferencia era que ellos sí tenían fe en sí mismos y no cedían ante los problemas, ni los infortunios, quizá algunos fueran más inteligentes, pero eso solo era una leve ventaja, siempre la disciplina y constancia se abriría paso en medio de las dificultades.
No dejaría morir a la empresa, aunque todos los demás la hubieran abandonado. Por primera vez se sentía seguro, decidido, no los necesitaba, se comunicó con la central y por suerte alguien contestó. A pesar de todo, todavía quedaban algunos trabajadores que seguían operando los restos de la compañía.
Se puso al tanto y giró instrucciones para incluir en la nómina a los trabajadores que habían estado sin trabajo desde hacía un par de meses. Pensó en Dagni y se dijo que estaba bien así, mantendría a flote todo para cuando ellos regresaran. Sin embargo, algo en él había cambiado, no estaría relegado nunca más.
El grupo se puso manos a la obra bajo la dirección de Eddie. Primero, realizaron una evaluación completa de las instalaciones. La estación tenía un depósito de herramientas, una sala de control con paneles eléctricos desactualizados y varias máquinas que necesitaban reparaciones. Eddie dividió al equipo en grupos, asignando tareas específicas según sus habilidades y conocimientos.
Mientras algunos trabajadores limpiaban y reparaban la infraestructura física, Eddie y un par de técnicos se centraron en el sistema eléctrico. Revisaron los generadores y el cableado, reemplazando componentes desgastados y asegurando las conexiones. La estación necesitaba una fuente de energía estable, y se aseguraron de que los generadores funcionaran a pleno rendimiento.
Más tarde, casi al medio día llegó al pueblo la caravana y los primeros en bajar corriendo fueron los miembros de la tripulación del tren, estaban asombrados al ver el tren.
— ¡Te dije que era el tren! ¡Yo te lo dije! — Le dijo el fogonero al maquinista.
— ¿Usted accionó el silbato del tren, señor Willers?
— Si, yo lo hice cuanto iba en marcha.
— ¿Cómo lo reparó?
— Con mucho trabajo
— ¿Iremos a New York?
— Por el momento no podremos, el puente Taggart ha sido destruido y con él toda la línea circundante.
— ¿Entonces?
— Reconstruiremos los enlaces hasta donde podamos para comunicar la costa oeste con el este, al menos hasta Albuquerque. Mas allá, veremos más tarde.
— Pero ¿Quién reparará los trenes?
— Aquí hay tres mecánicos calificados que se quedaron sin trabajo, ellos formarán a quienes quieran desplazarse y este pueblo será nuestra primera central. ¿Están dispuestos a seguir trabajando?
— ¿Por supuesto que si? ¿Qué otra cosa podríamos hacer? ¿Morirnos?
Así decidieron quedarse con Eddie Willers que pondría en funcionamiento todo en medio del caos, la gente siempre necesitaría transportarse y él ya había lidiado en San Francisco con facciones en disputa, él ofrecería un poco de cordura y eficiencia en medio de la destrucción.
Si John Galt y su gente no regresaban nunca, no importaría, de las cenizas reconstruiría a toda la nación entera si era necesario. Si regresaban, él no sería más su empleado.
En “La rebelión de Atlas”, Eddie Willers quedó atrapado en medio del desierto de Arizona con un tren descompuesto. Ayn Rand, nunca aclaró el final de su periplo, este cuento rescata al joven ayudante de Dagni Taggart.