LA DIMENSION «X» — Leonor Paz y Paz

Todos los hombres de aquel lugar eran iguales: ancha la pata en el suelo, duro el camote de tanto andar con cargas por los caminos, nervudos los cortos brazos por estar siempre ocupados, grande la boca silenciosa, de sonrisas escasas, de palabras duras no siempre pronunciadas.

Todos también vivían de igual manera, en casitas humildes con una olla más. o menos; usaban ropa vieja renovada una vez al año, para la fiesta del pueblo; comían hierbas y rara vez algún animal de monte; tenían pocas o ninguna letra y ninguna distracción moderna. Sólo los domingos el rio se llenaba de bañistas y pescadores, y mal que bien, así la iban pasando.

Un día corrió por el pueblo una noticia extraordinaria: había llegado un fuerano; era distinto a ellos: no tenía músculos groseros, ni brazos pequeños, ni pata en el suelo. Vestía de punta en blanco para soportar el calor; comía balanceando vitaminas con proteínas y minerales, cuidándose de las grasas por aquello del colesterol y para ayudar la digestión; masticaba todo el día Chiclets Adams.

El cerdo y dos gallinas de Juan Jolop se perdieron un medio día y todos lo supieron; también el fuerano. Cuando se dio cuenta Jolop, el que más afanosamente buscaba sus animales perdidos, era el fuerano. Al verlo, el fuerano sonrió a Jolop, mostrando sus dientes blancos, cepillados con gardol y clorofila.

—Yo quiero ayudarte, dijo el fuerano a Jolop.

Juan se extrañó de aquel tuteo espontaneo y le agradeció de “usted” su amabilidad.

A las tres de la tarde ya habían aparecido los animales. Pedro Lopez los había robado. El fuerano lo había descubierto y estaba feliz. También estaba cansado.

—No importa —dijo— yo ayudo a los débiles.

Juan Jolop en agradecimiento regalo una gallina al fuerano. Jolop perdió una gallina, pero gano la enemistad de Pedro Lopez.

Otro día se perdió una ternera de Jacinto, y otro, un gallo de la viuda Suruy, y un machete y una azada y mil cosas más de esas que antes de la llegada del fuerano no aparecían nunca. Pero ahora, gracias a él todo era devuelto por los frustrados ladrones. Se enemistaban entre si aquellos hombres y gracias a los regalos de gratitud, se iba enriqueciendo el fuerano. Ya tenía su buen gallinero, varias vaquitas y todos los aperos de labranza usados en la región.

Si alguien se golpeaba o heria, allí estaba el fuerano con su sonrisa y su botiquín. Si había un pleito, el fuerano hacía de juez, no siempre justo.

El fuerano llego a ser el jefe tácito de aquel pueblo caluroso y chico. Él no lo había pedido, pero su intervención oficiosa en todo, su botiquín bien aperado y aun su presencia Inmaculada de deportista triunfador, así lo imponían.

Todos sabían que el fuerano era el que mandaba en el pueblo; para imponerse, a veces se valía de Jehová; otras, se auto llamaba buen vecino, amante de la paz, u ofrecía su botiquín o su despensa. A veces simplemente su corpulencia y su sonrisa se adueñaban de la situación.

Todos sabían eso, pero lo aceptaban de distinta manera. Unos adoraban al hombre y se lo demostraban servilmente. Él les regalaba entonces sus sobrantes y ellos se sentían felices, tan felices que no miraban como el fuerano besuqueaba a sus hijas y corría la cerca de su terreno, robando espacio a los demás. Otros, la gran mayoría, odiaban al fuerano y miraban sus abusos y su burla escondida tras la sonrisa permanente. Estos hombres eran tan de viles que no estaban en condiciones de demostrar sus sentimientos al fuerano; por eso, remacharon más sus labios y olvidaron del todo la sonrisa. Pero cada vez que miraban al fuerano o escuchaban su nombre, pensaban en su interior:

¡Maldito!…

Y el pueblo se fue llenando de aquella palabra no pronunciada, tan hondamente sentida. ¡Maldito!, ¡Maldito!, era el sonido no sonado que llenaba la atmosfera.

Los domingos ya no era una fiesta el rio; unos a otros, aquellos hombres tristes se miraban con enojo, y cuando alguien se atrevió a hablar mal del fuerano, su propio compadre lo mato.

Y llego la sangre al rio. Y más que las aguas, cambiantes, resbaladizas, se enturbiaron las miradas de esos hombres que ahora eran distintos de los que se habían vuelto amigos del fuerano y habían aprendido a comer chiclets Adams.

¡Maldito! ¡Maldito! ¡Maldito!… Aquella palabra fue dicha tantas veces con toda la intensidad de aquellos corazones primitivos, que fue tomando dimensión dentro del pueblo. Y esa dimensi6n “X” alcanzo al fuerano y lo mato.

Murió el fuerano sin saber que lo mataba. No era el colesterol, ni mala digestión, ni falta de higiene. Era el sentimiento oscuro y profundo de aquellos hombres pata en el suelo, camote duro, brazos nervudos y boca ancha y silenciosa.


Leonor Paz y Paz (Nació en 22 de abril de 1931, falleció en el año 2000) en el departamento de Zacapa, Guatemala. Fue una maestra, escritora y cuentista guatemalteca. Fundadora de la revista Presencia (1958—1963), miembro de la Alianza Femenina Guatemalteca (1944—1954). 

Obras:

18 cuentos cortos (1955)

Hojas de abril (poesía, 1957)

Cartas a los maestros (1960)

Tanta esperanza (1963)

Lo que se calla (1963)

La mujer del pelo largo (novela, 1967)

Fantasía y realidad (cartas a su hija, 1974)

Como si fueran cuentos (1978)

Adultos 3 (novela testimonial, 1996). 

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