Mientras humean los fusiles — José Jorge Laínez

fusiles

— ¡Puerco, miserable!

La bofetada estalló sorda, apagada por el ruido de la fusilería que trepidaba a lo lejos.

— ¿Qué sabes tú lo que es defender la patria?

El mendigo cayó sobre el piso sucio, lleno de colillas de cigarro, botellas vacías y escupitajos. Se incorporó lentamente sin dejar de mirar al coronel que vaciaba lo que quedaba de la última botel1a de aguardiente que encontró en el bar en ruinas, y salió lentamente.

Casi a las puertas de la ciudad, la artillería enemiga bombardeaba los últimos reductos rebeldes y el humo del incendio enlutaba las postreras esperanzas.

Había heridos y muertos caídos en las calles, mientras los fantasmas hambrientos, con los uniformes en jirones, huían en desordenado tropel hacia los montes.

Y a nadie obedecía. Unos cuantos oficiales hacían esfuerzos para contener el éxodo de angustia, pero solamente quedaban los tiradores suicidas, apostados tras los escombros, disparando los últimos cartuchos.

El coronel escanció la botella y luego la arrojó al suelo en donde se hizo añicos.

Empujó la mesa y se levantó. Con pasos inseguros llegó hasta la calle y contempló la interminable fuga que, como un río empavorecido, se deslizaba hacia la liberación.

— ¿Usted no huye coronel?

La voz salió de boca del vagabundo que se había acercado al jefe de la plaza vencida.

Una granada que estalló a media calle dejó sin respuesta la pregunta. El hombre se arrastró hasta el coronel, que se tambaleaba con las manos llenas de sangre, cubriéndose la frente abierta por un casco, y trató de auxiliarlo, Pero su mente se nubló y solamente supo que se hundía en una densa sombra.

Poco a poco fue recobrando el sentido y oyó el ruido de los tanques enemigos entrando a la ciudad humeante. La calle estaba sembrada de cadáveres y heridos y la sangre corría por las cunetas, como un arroyo de púrpura. Cerca de sí, vio al coronel y se acercó a él.

Puso su oído sobre el pecho del herido y oyó los latidos de su corazón.

Arrastró el cuerpo inconsciente del jefe revolucionario hasta el inseguro abrigo de una casa derruida y comenzó a registrarle los bolsillos. Vio cómo el sucio uniforme constituía un ropaje mejor que el suyo para defenderse del frío, y suspendiendo el registro, le desabotonó la guerrera y se la quitó. La blusa harapienta cayó al suelo y se sintió mejor con la guerrera puesta. Se ciñó el cinturón de cuero, colocándose el revólver aún lleno de tiros en la pretina del pantalón y se asomó al hueco de la puerta.

Los invasores registraban los escombros e iban sacando poco a poco a los ocultos tiradores, conduciéndoles hasta un camión lleno de prisioneros.

— ¡Maldito, ladrón!

El mendigo se volvió a tiempo para repeler la agresión. Golpeó al hombre extenuado haciéndolo caer y le apuntó con el revólver,

— Si se mueve lo mato.

— ¡Mátame! ¿Quieres? ¡Mátame Después de todo, sería preferible que caer en manos de ellos! Me fusilarían al saber quién soy, pero antes, me torturarían hasta arrancarme el secreto de nuestras posiciones.

— ¿Y qué, si usted se los dijera?

— ¡Estúpido! Entonces estaríamos perdidos. Sería ya imposible el triunfo de la revolución.

— Deme las botas y el pantalón ¡Pronto!

— ¡Perro, traidor!

El vagabundo alzó el revólver y apuntó al corazón del coronel.

Este se quitó las botas y se las arrojó al otro. Luego se despojó del pantalón y se quedó en ropas menores. El traidor realizó la misma operación con sus raídas prendas y vistió las del jefe militar. Alzó de nuevo el arma y dijo:

— Ahora, póngase eso.

En la calle se oía el rumor de las botas y los gritos de la soldadesca. Disparos esporádicos estallaban a lo lejos y los clarines y tambores saludaban a la otra bandera que izaban en la asta del cuartel.

— ¡Arriba las manos!

La voz estalló de improvisto, tajante e imperiosa y un pelotón de soldados irrumpió en la casa. Ambos alzaron las manos y el teniente los encañonó con el monitor.

Luego contempló la guerrera y las estrellas de coronel y sonrió con satisfacción

— Dese preso, coronel

El mendigo avanzó con los brazos en alto hasta dejar el revólver al alcance de las manos del teniente y éste lo desarmó e indicó con una vuelta al aire del monitor, el camino que debía seguir el prisionero.

— ¿Puedo bajar las manos?

— Está bien, coronel, Puede bajarlas.

— ¿Y el otro? ¿Qué hacernos con este individuo? —preguntó un soldado.

— Es un civil — dijo el teniente— Regístrenlo.

El hombre fue registrado y sus mugrientos bolsillos no contenían más que agujeros.

— ¿Quién es éste?

Los ojos de los dos hombres se buscaron hasta encontrarse en una mutua mirada de acerada advertencia.

El prisionero se encogió de hombros:

— ¡Qué sé yo! Un vagabundo

—Pues anda, lárgate. Nuestras provisiones no serán para los pillos. Márchate que no queremos vagos en el pueblo.

— Pero. . . —intentó decir él

— ¡Silencio! Anda y muérete de hambre o de frío en las montañas

— ¡Qué me importa!

— Eso es, huye cobarde, ¿Qué sabes tú lo que es defender la patria? — dijo el prisionero y le dio un bofetón.

El otro rodó por el suelo lleno de escombros, mientras los soldados, colocando al preso en el centro de la doble fila, iniciaban la marcha hacia el cuartel Y cuando entre el ruido de las botas y el chocar de los fusiles pasó el cautivo frente a él, el hombree sucio juntó los talones y fingiendo oprimir el rostro adolorido, llevó la mano hasta la altura de la frente y saludó militarmente al que marchaba a la muerte


José Jorge Laínez fue un escritor humorista salvadoreño. Nació en San Salvador el 26 de abril de 1913. Murió en el año de 1962. Narrador, docente y periodista. Su prosa es rica en matices.

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