Omar Nipolan

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Callejón de vórtices. Cap. 2

callejon

Caos y control

Stay, lady, stay
Stay while the night
is still ahead
Lay, lady, Lay – Bob Dylan

El lugar estaba lleno de clientes que bebían cerveza y charlaban. Algunos buscaban un momento con las jóvenes dispuestas a “hacer un rato” por dinero. 

De fondo se escuchaba un melancólico y desgarrador solo de guitarra eléctrica. Ese que inicia a los dos minutos y medio de aquella vieja pero eternamente vigente canción, “Love Hurts”. Por cierto, el que toca Manny Charlton en la versión del grupo Nazareth. Esta canción se ha convertido en una especie de himno oficial en todos los burdeles de la zona. Sonaba una y otra vez, desde tiempos inmemoriales en la vieja y destartalada rockola.

Al parecer, el tema ha hecho metástasis infinita a todas las rockolas del mundo. En una extraña sincronización, cuando el acorde final con que termina en un sitio inicia la canción en otro aparato. A diferentes horas y en diferentes lugares. De esta manera, desde su estreno, allá por 1975, la canción jamás ha dejado de sonar en la faz de la Tierra.

Dentro del salón, se oían frases, murmullos y gritos. Destacaba una discusión entre un pequeño grupo de jóvenes. Ellos se hacían llamar “Los Nuevos Amigos del Abecé”.

— ¡Te digo que los chinos crearon un terremoto, saltando todos al mismo tiempo!

— Están probando una nueva arma para acabar con Estados Unidos.

— Si soplan todos juntos pueden detener proyectiles…

Nadie le prestó atención a Manuel y a su joven acompañante cuando entraron tomados del brazo. Mientras caminaba, Manuel se bajó la cremallera de la sudadera, se la quitó, dejándola al revés. En su interior llevaba algo así como una vieja bolsa de la cual sacó varias cosas. Una pequeña biblia bastante usada, un viejo gorro gris de lana y unos gruesos lentes de aro negro. Se puso el gorro y los lentes en forma furtiva. Al llegar a un rincón del bar, él empezó a doblar su chamarra. La chica lo miró con sorpresa y él le dijo:

— ¡Me siguen y me quieren matar; tengo que salir por el otro lado!

— ¡Ah! Yo…. dijo, sin saber qué decir.

— ¡Si te preguntan, diles que te empujé y salí corriendo para ese lado! — señalando hacia la izquierda.

Y de hecho, le dio un beso. Luego, se apartó de ella con un pequeño empujón y salió por la puerta lateral. Mientras se quitaba la sudadera, la dobló. Parecía un maletín azul de lona, con un forro interior cosido.

Lo hizo en un segundo. Al salir del salón hacia la acera, en lugar de seguir su camino, giró a la derecha. Se dirigió a la intersección por donde había venido, confiando en que su cambio de apariencia confundiría a sus perseguidores.

Debajo de su sudadera, llevaba una camisa blanca y de mangas cortas. Se puso una corbata azul y tomó una vieja Biblia en las manos. Se transformó en un predicador callejero. Luego, colgó el maletín-sudadera al hombro, encorvó los hombros y comenzó a caminar despacio hacia la esquina. Sus perseguidores venían casi pisándole los talones.

Uno de ellos apareció de repente, caminando rápido en la esquina. Asustó a varios transeúntes y a Manuel, quien se encogió abrazando la Biblia. Miraba con ojos aterrados, amplificados por sus lentes. Sentía un miedo real hacia el hombre, quien le puso la mano en el hombro, empujándolo con algo de fuerza para pasar. Justo entonces, asomó por la puerta del prostíbulo el otro perseguidor, que le dijo a su compañero:

– ¡La puta me dijo que se fue por allá!

Señalando en sentido contrario al que Manuel llevaba.

– ¡Bueno, activa la horda, hoy ya sabe que lo seguimos!

El que recibió la indicación sacó una especie de radio y dijo algo inteligible mientras corría en su persecución. 

Todo esto lo observó con su nueva apariencia. Estaba junto a otros curiosos que se detuvieron a mirar. Los gritos y movimientos de los matones llamaron su atención. A ellos no les importaba ser descubiertos por la gente.

Este hecho alertó a Manuel. Sintió un frío estremecimiento recorrer su médula espinal. Comprendió que todo había cambiado. No solo lo perseguían, sino que ya no se escondían.

– ¡Allá va! – gritó uno de ellos, y ambos apuraron el paso en dirección opuesta a la que él iba.

Llegar a la esquina y cruzar la calle parecía fácil. Sin embargo, el tráfico estaba loco en ese momento. Por alguna razón, el embotellamiento a unas cuadras desapareció. Los coches pasaban sin parar, sin dar tiempo para cruzar. Pero, de repente, se formó un espacio. Manuel, conteniendo los nervios, se pasó a la otra acera. Caminó siempre alejado de sus perseguidores, reprimiendo las ganas de correr al parque donde lo esperaba su contacto. La persecución empezó cuando él iba en el autobús. Se dirigía a su “receptora”, seguro de que era “ella” y no “él”. Se bajó una parada después para despistar. Caminaba hacia una zona que conocía bien, pero no sabía cómo ocultarse. Apenas avanzó media cuadra cuando miró atrás. Vio al convoy de soldados que bajaba de los vehículos. En pocos segundos, acordonaron la zona, deteniendo todo movimiento.

No podía llegar al parque porque lo estaban cazando de forma oficial. Las cosas se ponían peor. En la esquina, un camión con soldados llegó. Al bajarse, empezaron a cerrar la zona. También detuvieron a los transeúntes que estaban delante de él para pedirles sus documentos.

En ese instante, una esfera gris de dos pulgadas rodó por la calle y quedó justo bajo la bota de un soldado que bajaba del camión. Cuando el soldado dio un paso, la bolita hizo que su bota se deslizara. Perdió el equilibrio y cayó de espaldas. Con el dedo en el gatillo de su rifle automático, apretó la mano al caer. Sin querer, disparó. Una luz estalló en mil pedazos, creando caos. Al mismo tiempo, una lata de bebida gaseosa rodó unos metros y se detuvo en medio de la calle.

Un instante después de que el soldado resbalara y disparara accidentalmente, se escucharon pequeñas explosiones. Para sorpresa de todos. Una densa humareda cubrió casi todo en segundos. La gente gritó, y los soldados se lanzaron al suelo. Trozos de vidrio y metal del farol impactaron en sus cascos. Algunos dispararon al aire por reflejo. Parte de la muchedumbre se tiró al suelo, mientras otros corrían en pánico. Manuel, sin saber qué hacer, también iba a tirarse al suelo. Justo entonces, alguien le tomó del hombro y una voz femenina le susurró al oído:

– Sígueme. ¡Salgamos de aquí!

Sin entender lo que sucedía, Manuel se llevó las manos a la cabeza. Luego, siguió a la mujer que gritaba histérica mientras salía del perímetro de los soldados.

– ¡Dios mío, ampáranos! ¡Nos van a matar! ¡Ay!

La chica gritaba con tono histérico mientras caminaba. Manuel la seguía, gritando también y usando su Biblia como escudo. Pasaban entre un grupo de seis u ocho personas que hacían lo mismo. Los soldados, distraídos por el incidente, no prestaban atención.

Llegaron a la siguiente esquina y giraron a la derecha. Se unieron a un grupo que corría lejos de las explosiones y disparos. Pasaron sobre quienes se habían tirado al suelo para protegerse.

Al llegar a la siguiente cuadra, la chica aminoró el paso y, con toda tranquilidad, le susurró a Manuel:

– Quédate conmigo mientras nos quede algo de noche.

A lo que contestó Manuel:

– Ansío verte a la luz de la mañana.

Ella extendió la mano y él le entregó una pequeña libreta, en cuya tapa estaba escrito con lapicero negro lo siguiente:

“Callejón de Vórtices”

Se separaron. Manuel caminó tranquilo hacia el parque. No miró a la chica que se alejaba, tan alegre como una niña saliendo del colegio para ver a su novio. En su mente sonaba la canción que le sirvió como clave de identificación.

“Lay, lady, lay, lay across my big brass bed…”

Nunca entendió por qué tenían que identificarse de forma tan complicada. Usar claves con personas desconocidas parecía innecesario. Hubiera sido más fácil acordar desde el principio y conocer al contacto, aunque solo de vista. Así, no habría que hablar en público con extraños. Peor aún, alguien podría suplantar a otra persona y alterar los planes, convirtiéndolos en trampas.

Es un juego muy perverso. Los peones dependen del azar y de quienes controlan los tableros. Ellos planean acciones como las que acababa de ver. Sin embargo, tenía una duda que no podía resolver. Dudo que encuentre una respuesta lógica.

El protocolo normal dice que si alguien no llega a la cita a tiempo, es porque algo sucedió. Entonces, la otra parte debe irse pronto.

¿Por qué? Entonces, la chica había ido a buscarlo.

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