El ataúd de don Esteban – Cuento

Atadud

Don Esteban Rodríguez salió verde del susto de la consulta médica que había tenido en el hospital San Juan De Dios. A Doña Margarita de Rodríguez, su esposa, le dio un vuelco el corazón cuando lo vio, parecía un condenado a muerte. Haciendo de tripas corazón le preguntó.

— ¿Qué te dijo el doctor?

Don Esteban con la voz en un hilo respondió

— Que me tienen que operar de la vesícula.

Don Esteban a sus setenta y tres años había sido un hombre sano, aparte de catarros y gripes nunca se había enfermado. Nunca había estado internado en un hospital y ahora de repente, lo iban a operar. Se sentía el hombre más desgraciado del mundo.

Cuando llegaron al mesón donde vivían, todos los vecinos llegaron a visitarlo, para intentar consolarlo, daba tristeza ver el estado de ánimo por el suelo de Don Esteban, que siempre había sido una persona optimista, alegre, bromista, de los que siempre les ven el lado bueno a los problemas.

Pero ahora era todo lo contrario, señalaba que por su edad no resistiría la operación, a ratos comenzaba a despedirse de todos, como un agonizante y daba consejos de cómo debían de enrumbar sus vidas.

Pero poco a poco la insistencia de los vecinos lo comenzó a consolar, le explicaron que la operación de la vesícula es sencilla, que nadie se muere de eso. Varias señoras, destaparon sus barrigas y le enseñaron las cicatrices de operaciones más graves a las que habían sobrevivido.

Le explicaron que, si bien ya no estaba joven, pero él era una persona sana, que nunca había fumado, ni bebido licor en su vida, por lo tanto, tenía todas las de ganar. Le recordaron como don Ezequiel Martínez, que era un borracho y fumador de grandes ligas había sobrevivido a una operación igual cuando tenía más o menos su edad,

— Un mes después de la operación el viejo Ezequiel ya andaba de parranda como si nada — le recordaron también que don Ezequiel murió a los noventa y dos años, cuando borracho se atravesó la calle y no vio el bus que venía a toda velocidad.

Poco a poco don Esteban fue recobrando el ánimo, comenzó a bromear, dijo que nadie se muere antes del tiempo, que la mala hierba no se muere y contó varios chistes sobre la muerte. Las risas comenzaron a inundar el lugar, el optimismo flotaba en el corredor del mesón, y doña margarita había comenzado a repartir café con pan entre los asistentes.

En ese momento don Esteban se atrevió a decir públicamente, la otra parte de la noticia médica que no se había atrevido a mencionar.

— El doctor dice que me tienen que operar mañana a más tardar.

Al día siguiente, antes de las cinco de la mañana, don Esteban salió del mesón con rumbo al hospital, tenía que llegar temprano pues le harían varios exámenes antes de la operación. Le acompañaba su esposa y Roberto su hijo menor, quien era el fortachón de la familia y apodaban “Campana”.

Llevaba consigo una bolsa de papel, que contenía una mudada de ropa interior, una toalla, un par de yinas, un rollo de papel higiénico y una Biblia. Al llegar al hospital internaron de inmediato a don Esteban, le explicaron a sus acompañantes que lo operarían a eso de las nueve y media de la mañana, que la operación iba a durar una hora y media, y que ellos podrían llegar al medio día a visitarlo.

En vista de lo anterior, decidieron regresar al mesón donde todas las vecinas los esperaban para que les contaran lo que había sucedido.

Después de escuchar las novedades, todas decidieron organizarse para ir a visitarlo al mediodía, pues concluyeron que si don Esteban las veía a todas se iba a sentir más animado. Además, por esos días (a principios de la década de los setenta) no había restricciones de número de visitantes por paciente en los hospitales públicos del país.

Aquí es donde yo entró en escena, pues llegué como a las once a buscar a Campana, con quien éramos amigos, y al enterarme de la situación decidí ser parte de la comitiva que iría al hospital a visitar a don Esteban.

Fue así como al mediodía unas treinta y cinco personas salimos de mesón con rumbo al hospital San Juan de Dios. Entramos sin ningún problema y nos dirigimos a las salas de cirugía de hombres donde debía estar don Esteban.

Para nuestra sorpresa don Esteban no estaba por ningún lado, incluso destapamos un par de enfermos para ver si era él, y nada. A alguien del grupo se le ocurrió que tal vez lo tenían en Cuidados Intensivos, pero allí no nos dieron razón de él.

Entonces nos comenzó a abordar a todos un mal presentimiento, las risas fueron desapareciendo y todos fuimos asumiendo cara de preocupación. A doña Margarita de Rodríguez se le comenzaron a llenar los ojos de lágrimas, y empezó con un ligero temblorcito en la voz y en las manos.

Sin perder todavía las esperanzas y como último recurso, fuimos con la jefa de enfermeras de cirugía, quien con una frialdad que bajaba dos grados la temperatura del lugar nos dio la noticia que tanto temíamos.

— El paciente Esteban Rodríguez falleció en medio de la operación — y para terminar de machacar agregó — el cadáver se encuentra en la morgue, para ir a reclamarlo deben de traer un ataúd, de lo contrario, más tarde lo envolverán en un petate y lo enterraran como desconocido por cuenta del hospital.

Comenzaron los gemidos y los gritos de las mujeres. Una señora gorda que nos acompañaba jadeando en las carreras de la búsqueda, cayó con ataques, y dos hombres corrieron a socorrerla. La jefa de enfermeras nos echó a todos una mirada de desprecio dio la vuelta, se metió a la sala y cerró la puerta.

Y allí nos quedamos todos parados sin saber que hacer o que decir. Doña margarita estaba blanca como un papel, pero había mantenido la cordura, y con un hilo de voz, nos dijo a todos

— Y yo con qué pisto voy a comprar el cajón para enterrar a Esteban, si no tengo ni para la comida

Una hora después ya habíamos organizado una colecta entre los asistentes, habíamos solicitado la colaboración de varias personas de buen corazón que iban de visita al hospital y habíamos logrado reunir ciento cincuenta colones. Con ese dinero nos dirigimos a una funeraria de mala muerte que estaba enfrente del hospital, el dueño y carpintero del lugar nos dijo que el servicio funerario más barato era de doscientos colones que se pagaban por adelantado.

Este servicio incluía el ataúd, dos burros para colocarlo, veinticinco sillas, cuatro bases para candelas y un crucifijo de lata. Si queríamos cortinas y reclinatorio para la rezadora, había que pagar veinticinco colones más.

Pero como nosotros solo teníamos ciento cincuenta colones, comenzamos el regateo, después de un rato convenimos el servicio por esa cantidad que no incluiría las veinticinco sillas. Para el dueño de la funeraria el argumento más fuerte era que tenía como tres días de no vender nada, la noche anterior había bebido con unos amigos y estaba de goma, sin un centavo para quitársela, por ello no dejó ir la oportunidad.

Atadud

Fue así como nosotros salimos con el ataúd hacia la morgue, y el carpintero salió corriendo para la cantina a comprar una pacha de guaro.
La morgue era un cuarto semi abandonado al final del hospital, donde en unos cajones viejísimos se colocaba a los difuntos, para mientras llegaban los parientes a recogerlos o los enterradores de la municipalidad.

Por lo tenebroso del lugar decidimos que no irían todos, pues había tres personas con catarro y les podía hacer daño el “chuquillo” de los muertos, además estaban varios niños que no era conveniente llevarlos al lugar y se quedaron con sus madres.

Pero al llegar a la morgue nos encontramos con un solo cadáver, de un señor que era casi de la misma edad que don Esteban, los demás cajones estaban vacíos, buscamos por todos lados dentro del salón y nada. Entonces todos corrimos a la administración del hospital para saber que pasaba. Apurémonos, dijo don Vicente Hernández, porque hay algunos estudiantes de medicina que se roban los cadáveres para hacer experimentos.

Ante tal noticia nos atendió directamente el director del hospital, quien extrañado y confundido, nos pidió unos momentos para hacer las investigaciones respectivas.
Pasaron veinte minutos que para nosotros fueron eternos, después de los cuales apareció el director con una cara entre apenado y sorprendido y nos explicó con voz muy pausada.

— Me veo en la obligación de pedirles mil disculpas, pues hemos cometido un error imperdonable.

Hizo una pausa para lamerse los labios y agarrar aire y continuó,

— Resulta que esta mañana operamos a dos señores de la misma edad y de lo mismo, uno de ellos falleció y el otro se encuentra en buen estado de recuperación.

A todos nos dio un vuelco el corazón, y el director continuó

— Por un lamentable error, el médico residente confundió las fichas de ambos, y por ello les tengo la buena noticia de que el difunto no es el paciente Esteban Rodríguez, si no el otro. Don Esteban se recupera a total satisfacción y en pocos días será dado de alta.

Todos caímos de rodillas dando gracias a Dios, ahora los llantos de las mujeres eran de alegría, los hombres con una gran sonrisa nos dimos la mano. Don Vicente señaló en voz baja.

— Y ahora ¿Qué hacemos con el cajón de Esteban?

Corrimos de regreso a la funeraria a devolver el ataúd y que nos devolvieran también el dinero. Cuando llegamos nos recibió el dueño, que estaba departiendo con sus amigos, tres pachas de guaro y un gran plato de comida en forma de bocas, que daba hambre. Nos explicó que su empresa no hacía devoluciones, pues él no estaba seguro si el ataúd se lo devolveríamos usado. Ante nuestra insistencia, nos devolvió cuarenta colones, pues no usaríamos las bases para las candelas, ni los burros ni el Cristo de lata. Pero el ataúd no podía aceptarlo de regreso.

Fue así que no tuvimos más alternativa que regresar a pie al mesón donde vivía don Esteban con el ataúd en hombros. Cuando caminamos por las últimas dos cuadras antes de llegar al mesón, la gente salía a las puertas de las casas a vernos pasar y se persignaban en señal de respeto ante la muerte. Era evidente que ya se había corrido la primera noticia, pero aún no llegaba la segunda.

Dejamos el ataúd en el corredor de la pieza del mesón, al rato regresó contenta doña Margarita pues logró ver a Esteban, que aún estaba medio dormido por la anestesia, pero estaba vivo y le entregamos los cuarenta colones que servirían para la convalecencia del enfermo.

Varios días después, don Esteban regresó a su casa, bastante recuperado, no había tenido ninguna complicación y estaba listo para vivir muchos años más. Entonces le contamos la historia del día de su operación. A pesar de que le dolía un poco la herida no pudo contener la risa, todos reímos.

Luego don Esteban con el entusiasmo que siempre lo caracterizó se dirigió a mí y dijo

— Usted joven, que le gusta escribir y que el otro año va a ir a la universidad, ojalá que algún día escriba esta historia

Luego dirigiéndose a todos nos dio las gracias, los cuarenta colones servirían para una medicina que no había en el hospital y para mantener la dieta blanda por ocho días más. Sobre el ataúd nos dijo.

— De todos modos, yo necesitaba un ropero para guardar la ropa, así que para eso servirá y tiene la ventaja que cabe debajo de mi cama. De todos modos, algún día me voy a morir y es una ventaja tener comprado el cajón para evitar que me entierren en un petate.

Once años después falleció don Esteban, de muerte natural, rodeado de sus hijos y de sus nietos. Dicen que tuvo una muerte tranquila.

— Se quedó como dormido

Decía su anciana esposa doña Margarita que le sobrevivió muchos años más. Yo no pude asistir a su entierro pues estaba exiliado en México. Pero ahora a veinte años de su muerte, cumplo con el deseo de don Esteban de relatar a ustedes la historia.

Miércoles, 16 de marzo de 2005 – Juan José Martel


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