Omar Nipolan

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Callejón de Vórtices. Cap.1

Rondando por sórdidos arrabales

Témet timuyayaualúuat sansé uan ni taltikpak. (Nosotros mismos giramos unidos con el Universo)

Allegro

Manuel descendía por la vieja e irregular acera a paso lento. Casi dejándose arrastrar por la gravedad y la inercia de la suave pendiente. Caminaba bajo la fresca tarde de diciembre. Un viento frío venía del norte. Traía olores de Navidad y recuerdos de vacaciones escolares.

Parecía relajado, perdido en sus pensamientos. Se movía con la confianza de alguien que recorre un camino habitual. Como cualquier transeúnte que regresa del trabajo o de la universidad.

Sí, se dirigía hacia un lugar muy conocido por él, pero en realidad iba muy tenso. Buscando un momento o una situación para poder llegar a su destino sin problemas. Sin que lo atraparan y sobre todo, vivo…

No podía ir directo al punto de encuentro, eso lo sabía. Aunque trataba de parecer indiferente, observaba con atención a su alrededor mientras caminaba. Giraba los ojos de un lado a otro, mirando lo que podía. No quería que los movimientos de su cabeza lo delatasen. Sabía que los dos tipos corpulentos lo seguían a una distancia prudente.

Vestía unos desgastados y sencillos pantalones vaqueros de lona. Quizá en un tiempo muy lejano esos vaqueros fueron de un profundo azul cobalto.

Ahora, gracias al constante uso y al poco frecuente lavado, ya no se apreciaba su color original. El implacable tiempo los degradó a un azul sucio y desteñido. Llevaba además una vieja sudadera roja, casi ocre. La cremallera estaba cerrada hasta arriba, apretando su cuello.

En otra época, vestir tan abrigado sería raro. Pero en noviembre y diciembre, los frentes fríos del norte cambian el clima. Entonces, el clima se vuelve más fresco. Por eso, en esta época, la gente saca sus “prendas de invierno”: chaquetas, chamarras, chales, bufandas, gorros y más.

La temperatura puede bajar a 24 grados centígrados en la tarde e incluso a unos 18 grados por la noche. Es probable, aunque no habitual, que algunas noches se llegue a temperaturas menores. Sin embargo, para efectos prácticos, 23 grados dan la pauta para abrigarse hasta la cabeza. Luciendo como transeúntes de New York caminando luego de una nevada…

Como complemento a su ordinaria vestimenta, el aspecto de Manuel era bastante anodino, casi inmaterial. Esto le permitía pasar desapercibido en la ciudad.

De complexión delgada y estatura un poco por debajo del promedio. Su cabello es corto, negro y lacio, peinado de lado. Tiene piel morena y un rostro bastante común.

Al verlo, uno podría pensar que lo ha visto en algún lugar. Tal vez tomando un pedido en un restaurante de comida rápida, paseando en el parque con su novia, o jugando al fútbol en una cancha local. No es nada que se quede en la memoria.

Tenía rasgos tan comunes que, al ver su rostro, la mayoría de la gente los olvidaba en dos segundos.

Sabía que no era muy atractivo, pero esperaba escapar de sus dos perseguidores. Su corazón latía con fuerza.

Sin embargo, como mencionamos antes, parecía pasear con despreocupación por la vieja calle. Esta estaba llena de bares sórdidos y burdeles oscuros. De su interior salían, como pájaros asustados, las estridentes notas de viejas canciones. Melodías repetidas mil veces en todos los géneros imaginables.

Este galimatías armónico creaba un cóctel musical. Desgarradoras canciones de amores frustrados se unían a la melancolía de una canción navideña. Las notas sombrías se mezclaban con el ritmo fuerte y los versos ruidosos del vulgar reguetón. Esta fusión discordante aturdía a los transeúntes y mantenía en un trance introspectivo a las prostitutas. Algunas de las cuales trataban de atraer clientes a sus antros.

Niñas unas y casi ancianas las otras, están unidas por la desgracia compartida. Se cuidan entre ellas, pero también se disputan a los hombres. Lo hacen con la ferocidad de depredadoras.

Los atraían susurrando, mirando y sonriendo. Llamaban, halaban y acariciaban. A veces, incluso metían la mano en la entrepierna de los hombres que pasaban. Algunos fingían indiferencia, mientras que otros mostraban un interés lascivo. De tanto lanzar redes, lograban pescar a más de uno, arrastrándolo entre primorosas zalamerías dentro de su salón.

Una vez en la barra o en una mesa, aprovechaban para pedir a sus conquistas una cerveza o un trago. A veces, también recibían comisión por hacer que el cliente consumiera licor. Si pagaba el doble, mejor.

Cuando conseguían una invitación a un trago, casi siempre evitaban la cerveza. Eran expertas en engañar al anfitrión. Fingían estar ebrias y bebían en vasos con jugo sin licor. Sin embargo, algunas sí tomaban mucho alcohol, solo para emborracharse gratis.

Bebían para sobrellevar de esta manera la noche, sus vidas y sus miserias. Anestesiadas contra dolorosos remordimientos o sentimientos de autocompasión. Sentimientos que, de todas maneras, siempre afloran al calor de los tragos en el bar.

La calle era angosta y de un solo sentido. En la esquina, un semáforo solo iluminaba el tráfico atascado. Decenas de viejos autos, sin policía cerca, ignoraban su luz. La cajita de tres luces alternaba sus colores, pero nadie le prestaba atención.

Los vehículos pasaban rápido en la intersección. Solo el conductor más agresivo podía cruzar. Además de su actitud, algunos estaban bajo el efecto de potentes drogas. Esto les hacía sentir sin culpa ni responsabilidad. También tenían la confianza que otorga manejar el vehículo más grande y destartalado del lugar.

En esta jungla, un viejo autobús escolar estadounidense brilla como transporte colectivo. Gracias a una nueva pintura y permisos, se destaca en el tráfico. Los peatones son como el plancton de este ecosistema. Vulnerables ante las motocicletas, que son pequeñas sardinas en este océano de vehículos.

Para aumentar la entropía de este sistema, un enorme autobús viejo estaba parado en la esquina. Estaba bloqueando el paso en todas las direcciones.

Era aclamado por el desesperado sonido de las bocinas. Unas aullaban sin parar, mientras que otras saludaban a las madres de todos los presentes. Estas cortesías eran rápidamente respondidas por otros conductores con sus bocinas.

El concierto de trompetas se mezclaba con el rugido de motores, silbidos y rechiflas. Esta cacofonía repetía una melodía conocida, creando una sinfonía interminable y estridente. El resultado era exasperar a todos los seres vivos y pluricelulares cercanos. En especial a los que tuvieran órganos sensibles a frecuencias de alrededor de 450 hertzios y a más de 100 decibelios.

La aglomeración y el ruido del ambiente eran un refugio para Manuel. Sabía que, mientras hubiera gente a su alrededor, nadie podía hacerle daño.

Por alguna extraña razón, la gente que lo perseguía evitaba a toda costa ser visible y por el momento, esa era su única defensa.

Él se dio cuenta de esto días atrás. Salía de un gran centro comercial cuando dos hombres se le acercaron en silencio. El más grande de ellos le pidió amablemente que los siguiera a un auto estacionado enfrente. Como apoyo persuasivo, le mostró la enorme pistola que llevaba a su costado. Levantando el lado correspondiente de su chaqueta para que la pudiese admirar. Horrorizado, él corrió gritando.

— ¡Me secuestran! ¡Socorro! ¡Socorro!

Lo cual tuvo como resultado que los tipos desaparecieran de la faz de la tierra. Quedándose como un idiota ante la mirada atónita de la gente que estaba allí esperando tomar un autobús.

Manuel era de naturaleza tímida y esquiva. Nunca buscaba confrontar con nadie ni con nada. No es que fuera un cobarde, se decía a sí mismo para consolarse. Pero en circunstancias de verdadero peligro, la adrenalina inundaba su torrente sanguíneo. Convirtiéndolo en una escandalosa gallina que chillaba, pataleaba y corría. Buscando siempre una posibilidad de escape.

Tener un umbral de dolor tan bajo lo hacía una persona muy sensible y reacia ante la posibilidad de cualquier tipo de sufrimiento físico. Su reacción normal ante cualquier agresión era huir. Se protegía de cualquier confrontación física a toda costa. Incluso dejando desamparada a cualquier persona que le acompañara.

De esta manera, perdió una novia en su adolescencia cuando tenía trece años. Tras mucho pensárselo y deseárselo, había reunido el valor para declararse a una joven. La chica, quizás pasando por un momento de aturdimiento, lo había aceptado. En una de sus primeras citas, paseaba orgulloso con ella en el parque cercano a sus casas.

Henchido de orgullo, la llevaba de la mano cuando un tipo de muy mala pinta los encaró. Les mostró un cuchillo fabricado de forma artesanal. De esos que se hacen a partir de un trozo de sierra metálica, conocido en el medio como “Cola de Gallo”. Les pidió el teléfono y el dinero que portaban.

Manuel no oyó eso. Al ver la cuchilla, salió corriendo y dejó a la chica sola. El ladrón se rió y se indignó. Luego decidió perdonar a la joven. Entre risas, le dijo que buscara un novio más valiente.

La niña, aún temblorosa por el incidente, pero obediente a las razones, mandó a volar al pobre Manuel, cuando este regresaba con un vigilante del parque, que solo sirvió como incómodo testigo de la furia de la chica, quien le espetó a su, ya en ese instante, ex novio, un florido repertorio de insultos y epítetos que pusieron rojas las orejas del sorprendido guardia, el cual no alcanzaba a comprender como podían salir todas esas palabrotas de una boquita tan dulce e inocente como la de la niña, pero es que la furia de una mujer indignada resulta a veces tan terrible…

Manuel llegó a la esquina y cruzó a la derecha aprovechando el congestionamiento. Luego, se pasó a la acera de la izquierda. Las ansiosas prostitutas lo atraían, invitando a los transeúntes a entrar en los bares de esa calle. Una de ellas, muy joven, tal vez demasiado joven para él, lo tomó del brazo. Lo jalaba hacia la puerta de su bar y le decía con tono zalamero:

— ¡Ven conmigo, papacito, te lo voy a hacer bien rico!

Sentado a la par de ellos, un pobre viejo indigente, quizá ciego, estaba sentado en la grada de una puerta cerrada. Llevaba un sombrero muy viejo y sucio en el suelo, que tenía unas dos o tres monedas. Estaba tocando al azar las notas de una flauta dulce sin prestar atención a nada del entorno.

Se detuvo, volviéndose sonriente hacia la joven y le dijo:

— Hola, ¿cómo te llamas?

— Vamos adentro y te cuento toda mi vida, mi amor…

De soslayo miró hacia el lugar de donde venía, divisando a los dos sujetos parados y observando la escena. Decidió seguir caminando, esperando poder perderlos en la esquina siguiente. La distancia que en ese instante los separaba ya no era tan discreta y se sentía al alcance de ellos.

El miedo lo invadió como una inyección. Sintió una necesidad urgente de huir y esconderse. Así que, disculpándose con la chica, se apartó. Tuvo la sangre fría para sacar una moneda de su bolsillo. La lanzó al sombrero del viejo flautista. Él dejó de tocar un momento y murmuró algo que sonaba como un apagado: “Gracias”, mientras seguía en su propio mundo. 

La acción tuvo un buen efecto tranquilizador. Con más calma, Manuel avanzó cuesta abajo simulando interés en seguir buscando un antro o una prostituta que le agradara.

No pudo evitar acelerar el paso. Sabía que al final de la cuadra había un bar. Este tenía una puerta en cada lado de la esquina. Así podía entrar por el lado que caminaba y salir por el otro. De este modo, se ahorraba el cruce. Esperaba despistarlos, confiando en que sus perseguidores no notarían la salida lateral. Pensaban que siempre lo tendrían bajo control, manteniendo la distancia.

Manuel llegó a la puerta del bar. Una chica más joven y atractiva lo recibió con dulces palabras.

— Hola bebé, voy a alegrarte esos ojitos tristes que tienes.

Manuel sonrió, le puso un brazo sobre el hombro y entró con ella al sitio…

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