Rondando por sórdidos arrabales
Témet timuyayaualúuat sansé uan ni taltikpak. (Nosotros mismos giramos unidos con el Universo)
Allegro
Manuel descendía por la vieja e irregular acera, casi dejándose arrastrar por la gravedad y la inercia de la suave pendiente, de una fresca tarde de diciembre, con fríos vientos bajando del norte, cargados con olor a navidad.
Aparentaba ir relajado y ensimismado en sus pensamientos, con la despreocupación de alguien que se mueve por su ruta habitual, regresando del trabajo o de la universidad.
En realidad iba tenso, hacia un destino desconocido, buscando un momento en el que confiara para poder salir adelante, sin problemas y sobre todo, vivo.
No podía ir al punto de encuentro pactado y simulaba indiferencia pero, escudriñaba nerviosamente de un lado a otro, con todo lo que el ángulo natural de su campo de visión le permitía abarcar, evitando volver la cabeza, para no hacer evidente que sabía ser perseguido por los dos corpulentos tipos que discretamente y a prudencial distancia, iban tras él.
Vestía unos desgastados y sencillos pantalones vaqueros de lona que en un tiempo muy lejano quizá fueron de un profundo azul, mas ahora gracias al constante uso y no tan constante lavado, apenas se apreciaba algo de su color original, llevaba puesta una vieja sudadera de color celeste claro casi llegando a gris pálido, con la cremallera cerrada hasta arriba, casi ahogándole el cuello.
En otra época del año, vestir así, hubiese sido anormal, pero con los frentes fríos que en los meses de noviembre y diciembre, desde el norte golpean el país, el tórrido clima tropical cambia drásticamente volviéndose un poco más templado y todo mundo saca sus “prendas de invierno”.
Como complemento a su común vestimenta, el aspecto de Manuel era poco llamativo, delgado, de estatura apenas un poco arriba el promedio, cabello corto, negro y lacio, peinado de lado, piel trigueña y una cara bastante común, de esas que a todos hacen pensar que en algún lugar han visto a este joven, tomándoles un pedido en un restaurante de comida rápida, paseando por el parque con su novia o jugando fútbol en algún parque.
Esta característica lo hacía casi invisible al área fusiforme facial de una buena parte de las personas que por casualidad o necesidad lo enfocaban y de esta manera casi dos segundos después, lo había relegado al repositorio de rostros y asuntos olvidables.
Esperanzado en esa característica, esperaba burlar a sus dos perseguidores, aparentando tranquilidad a pesar de que apenas podía controlar el palpitar de su corazón, mientras recorría a lo largo de la vieja calle, llena de bares y burdeles.
De estos antros salían como pájaros asustados en desbandada, las notas de viejas canciones en todos los géneros imaginables; creando un coctel musical que mezclaba las más tristes canciones de amores desengañados con el trepidante ritmo y los infames versos del más vulgar raeguetton, todas mezcladas en una discordante fusión de sonidos que aturdían al transeúnte y mantenían en una especie de trance a la amplia variedad de prostitutas que hacían lo posible por atraer clientes a sus respectivos lugares.
Niñas algunas, casi ancianas las otras, unidas bajo la bandera universal de la desgracia compartida, cuidándose primorosamente entre ellas pero a la vez, disputándose despiadadamente, con la ferocidad de salvajes depredadores, a los clientes.
Atrayéndolos con susurros, sonrisas o más físicamente, halando, acariciando, metiendo mano en la entrepierna de los hombres que pasaban, fingiendo indiferencia unos y mostrando interés los otros, hasta que de tanto lanzar redes, lograban pescar a uno, a quien entre caricias y zalamerías, llevaban primorosamente dentro de su salón.
Aprovechando el momento para pedir a sus conquistas, que las inviten a una cerveza o un trago, por que a veces, también reciben comisión por inducir al cliente a que consuma licor y si paga doble mejor.
Cuando logran que las inviten a un trago, casi nunca cerveza, son expertas engañando al convidante, fingiéndose ebrias, bebiendo en vasos con jugo sin licor, aunque vale decir que algunas si ingieren bebidas alcohólicas, porque simplemente quieren ponerse borrachas gratuitamente, para sobrellevar de esta manera, la noche, sus vidas y sus amenazas, anestesiadas contra dolorosos remordimientos o sentimientos de autocompasión, que de todas maneras afloran al calor de los tragos en el bar.
En la esquina, un enorme y destartalado autobús, estaba varado en el centro de la intersección bloqueando el paso en cualquier dirección, hecho que era ovacionado por el desesperado sonar de las bocinas de los vehículos circundantes, unas lanzando interminables aullidos al aire, mientras otras saludaban a las progenitoras de los primeros con los clásicos tres toques que inmediatamente eran correspondidos por otros conductores con sus respectivas bocinas.
La aglomeración y estridencia del ambiente le servía a Manuel casi de refugio contra la tensión a la que estaba sometido, sabía que no le podían hacer nada mientras hubiesen personas que pudiesen verlo, por alguna extraña razón esa gente evitaba a toda costa ser visible y por el momento, esa era su única defensa, como lo pudo comprobar días atrás.
Se encontraba en la salida de uno de los centros comerciales más grandes de la ciudad, cuando dos sujetos parecidos a los que hoy lo seguían se le acercaron silenciosamente e insinuándole una pistola bajo una chaqueta amablemente le pidieron que los acompañara sin hacer escándalo, ante lo cual horrorizado corrió gritando:
– ¡Me secuestran! ¡Socorro! ¡Socorro!
Lo cual tuvo como resultado que los tipos desaparecieran inmediatamente de la faz de la tierra, dejándolo como un idiota ante la mirada atónita de la gente que estaba ahí esperando tomar un autobús.
Manuel, era de naturaleza tímida y esquiva, nunca buscaba confrontar, no es que fuera un cobarde, pero en circunstancias de verdadero peligro la adrenalina inundaba su torrente sanguíneo y un superpoder lo convertía, en una escandalosa gallina que chillaba, pataleaba y corría de una manera anormal, buscando siempre una posibilidad de escape.
Posiblemente tener un umbral de dolor extremadamente bajo, lo hacía una persona muy sensible y reluctante ante la posibilidad de sentir algún tipo de sufrimiento físico, por lo que su reacción normal ante cualquier tipo de agresión era huir y protegerse a toda costa, incluso dejando en el absoluto desamparo a quien tuviese la mala suerte de acompañarlo.
De esta manera había perdido una novia en su adolescencia, cuando tenía 13 años, un día paseaba con ella en el parque cercano a sus casas, cuando un tipo de muy mala pinta los encaró y sacando un cuchillo fabricado artesanalmente a partir de un trozo de sierra metálica, les pidió el teléfono y dinero que portaban.
Manuel no alcanzó a escuchar la petición, pues al ver la cuchilla puso pies en polvorosa, desapareciendo en el acto y dejando a la chica en total desamparo, lo que causó la risa e indignación del ladrón que terminó perdonando a la joven, eximiéndole del asalto y diciéndole entre carcajadas que mejor se buscara un novio más hombrecito.
La niña, aún temblorosa por el incidente, pero obediente a las razones, mandó a volar al pobre Manuel, cuando este regresaba con un vigilante del parque, que únicamente sirvió como incómodo testigo de la furia de la chica, quien le espetó a su, ya en ese instante, ex novio, un florido repertorio de insultos y epítetos que pusieron rojas las orejas del sorprendido guardia, el cual no alcanzaba a comprender como podían salir todas esas palabrotas de una boquita tan dulce e inocente como la de la niña, pero es que la furia de una mujer indignada resulta a veces tan terrible…
Manuel llegó a la esquina y cruzó a la derecha aprovechando el congestionamiento y se cambió a la acera de la izquierda, como atraído por las ansiosas prostitutas que invitaban a los transeúntes a pasar a los diversos bares de ese lado de la calle; una de ellas, muy joven, quizá demasiado joven, incluso para él, lo tomó del brazo y mientras lo halaba hacia la puerta de su bar, le decía zalameramente:
– ¡Ven conmigo papacito, te lo voy a hacer bien rico!
Sentado a la par de ellos un pobre viejo indigente, quizá ciego estaba acurrucado, o más bien sentado en una gradita de una puerta cerrada con un sombrero muy viejo y sucio en el suelo que tenía unas dos o tres monedas, tocando al azar las notas de una flauta dulce sin prestar absolutamente nada de atención al entorno.
Se detuvo, volviéndose sonriente hacia la joven y le dijo:
– Hola ¿Cómo te llamas?
– Vamos adentro y te contaré toda mi vida, mi amor…
De soslayo miró hacia el lugar de donde venía, divisando a los dos sujetos parados y observando la escena, por lo que decidió seguir caminando, esperando perderles en la esquina siguiente.
La distancia que en ese instante les separaba ya no era tan discreta y se sentía al alcance de ellos, el temor, como una inyección en sus venas, comenzó a cubrir cada fibra de su ser cargándolo con una imperiosa necesidad de huir, de esconderse, así que, disculpándose se liberó de la chica.
Tuvo, al menos, la sangre fría suficiente para sacar una moneda de su bolsillo, tirársela al sombrero del viejo flautista, quien dejó de tocar un instante murmurando algo que sonaba parecido a un apagado: Gracias, mientras permanecía inmerso en su propio mundo. La acción tuvo un buen efecto tranquilizador, ya que con más calma, Manuel avanzó lentamente cuesta abajo simulando interés en seguir buscando un antro o una prostituta que le agradase.
Apenas pudo contenerse de acelerar el paso, porque sabía que siguiendo por la acera hasta el final de la cuadra, había un bar que tenía una puerta en cada lado de la esquina, de manera que podía entrar al salón en la acera por la que iba caminando y salir por el otro lado, ahorrándose el cruce por la esquina, lo que le permitiría intentar despistarlos, confiando en que sus perseguidores ignoraran la existencia de la salida lateral y asumieran poder tenerlo siempre controlado, manteniendo la distancia hacia su persona.
Llegó a la puerta del bar, en donde otra chica que aparentaba ser más joven y bonita que la anterior lo recibió con dulces y sugerentes palabras.
— Hola bebé, voy a alegrarte esos ojitos tristes que traes
Manuel sonrió, le puso un brazo sobre el hombro y entró con ella, al sitio…