Omar Nipolan

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La leyenda de Shuri

Shuri

Cuando era niño, me iba a pasar las vacaciones al pueblo de mi padre, Alegría en el departamento de Usulután y junto a mis primos y amigos nos íbamos a la pequeña finca de mi abuela a la “corta” de café, pero en realidad nos quedábamos más jugando que cosechando el café que era la actividad economica de entonces en el pueblo. El gusto era ir a “tirarle a las Shuras”, que significaba, lanzarles piedras con tirachinas, hondillas a las ardillas. Así les dicen en el oriente del país a dichos roedores, hoy les traigo un pequeño tesoro de la pluma de Jorge Lardé y Larín, ,historiador, docente y periodista salvadoreño. Hijo del científico salvadoreño de origen francés Jorge Lardé y Arthés, y de la profesora Benigna Larín de Lardé, originaria de Juayúa, Sonsonate, con la Leyenda histórica de la resistencia indígena lenca en El Salvador, siglo XVI.


Las historias escritas no hablan del valiente cacique “Shúri(1), altivo sefior de Yusique y héroe de la porfiada resistencia que los lencas de la sierra opusieron a las denodadas huestes del Visitador Diego de Rojas, a principios de 1530.

Sin embargo, su nombre corre en la tradición y en la leyenda, nimbado por los fulgores del mas puro patriotismo, como el del insigne gladiador que luché por exterminar a los invasores que levantaban la Cruz, no como símbolo de redención y de paz, sino como símbolo de esclavitud e ignominia.

Era Yusique, que en lengua de indios significa “cerro o montaña de pinos”(2) una población próspera y floreciente. Fundada en tiempos muy antiguos, los pochtecas o mercaderes pipiles la llamaban Chinameca, o “la ciudad”, a causa de la concentración de sus templos, palacios y casas. Fortaleza inexpugnable, su defensa estaba confiada regularmente a 400 soldados, aguerridos y crueles.

En esta ciudad reinaba Shuri, cacique de unos treinta años, delgado, casi podríamos decir endeble; pero con la agilidad del jaguar, la versatilidad del venado, la flexibilidad del arco. Shuri se imponía, más que por la fuerza bruta, por su recia personalidad, mirada penetrante, inteligencia sutil, valentía y astucia insuperables, firmeza de carácter, animosidad en las empresas que acometía. Además, estaba agraciado con el don de la palabra y con el raro magnetismo que tipifica a los caudillos. Todo esto explica por qué, durante la edad de los conquistadores, mantuvo a raya a los españoles de la villa de San Salvador, defendiendo su suelo nativo, desde las riberas impetuosas del Lempa hasta la cima enrojecida del Chaparrastique, con un arrojo y tenacidad ejemplares.

En efecto: dice Pedro Cerén, vecino de San Salvador y testigo ocular de los sucesos, que en los albores de 1529 se generalizó la lucha armada, pues los españoles “fueron a conquistar la provincia y tierras que llamaban Popocatepec(3), que ahora la llaman provincia de San Miguel, que estaba alzada y de guerra”.

Con el nombre de Popocatepec, que en idioma nahuat significa “sierra que humea”, los españoles de la temprana mitad del siglo XVI designaban al macizo montañoso de la región traslempina oriental salvadoreña, es decir, a la sierra de Yusique o de Chinameca, donde están las fumarolas, infiernillos o ausoles de Chambolo, Loma Alta, El Hervidero, La Vieja, Aguas Turbias, Limoncillos, Choyo y otros.

A fines de ese mismo año y a principios de 1530, la situación de los vecinos de San Salvador se había tornado desesperante. Por una parte, los cuscatlecos, que los habían obligado a evacuar el valle de Las Hamacas y refundar la colonia en el árido valle de La Bermuda, cerca de Suchitoto, donde las tempestades y otros fenómenos atmosféricos hacían insufrible la vida comunal, se mantenían en la ofensiva capitaneados por Atlacatl “el Joven”. Por la otra, el río Lempa constituía una barrera cada día más inquebrantable para la conquista del oriente, no tanto por la dificultad de propasar su curso, cuanto porque los guerreros de Shuri hacían fracasar todos los esfuerzos en favor del sometimiento de aquellos pueblos al real dominio.
Por esa época llegó a San Salvador, con procedencia de Guatemala y enviado por el capitán Francisco de Ordóñez, el Visitador Diego de Rojas, quien dispuso eliminar la resistencia porfiada y tenaz del señor de Yusique.

—Si queréis las riquezas del oriente —dijeron al Visitador los caciques pipiles de Suchitoto y pueblos vecinos—, destruid a Shuri.

Siguiendo este consejo, el capitán Rojas organizó una expedición armada compuesta de 15 jinetes, 15 peones y centenares de indios auxiliares, y se dirigió hacia el río grande de Lempa, “uno de los mayores —apunta el cronista regnícola Antonio de Herrera— que hay en aquellas comarcas, y que no se vadea; por lo cual los indios se hacían fuertes en la otra ribera; y cuando los españoles intentaban de pasar, se lo defendían, y sobre esto —agrega— solían herir a muchos cristianos”.

Rojas comprendió que el paso del Lempa era empresa difícil y que no podía ejecutarse con el auxilio de una sola canoa.

Ordenó, en consecuencia, que derribaran cinco corpulentos ceibos, llamados por los lencas uat’im, y con los troncos de ellos construyó igual número de embarcaciones, capaces, no sólo de transportar con éxito a los combatientes, sino también a los caballos.
La travesía del Lempa fue ardua tarea, pues los indios fustigaron a los invasores desde que éstos iniciaron la operación.

“Con todo esto —refiere Herrera— porfió tanto Diego de Rojas, que pasó en canoas, aunque le hirieron veinte castellanos, los cuales pelearon gran espacio de tiempo, resistiendo siempre los indios, hasta que, puestos en desorden y huida, se fueron a recoger a un peñol, a donde se juntó toda la tierra, y allí los tenían sitiados”.

Efectivamente, los lencas de Yusique, unidos a los de Lolotique, Oromontique, Mechotique y otros pueblos comarcanos desaparecidos, hicieron frente, decididos a morir antes que a rendirse a los osados y temibles conquistadores blancos.

“Se juntó toda la tierra”, dice el cronista Herrera para significar que, en el peñol de Yusique, se reconcentraron las fuerzas coaligadas de los indios lencas.

Diego de Rojas era soldado de nobles sentimientos y buscó medios pacíficos para dirimir la contienda. Envió, en efecto, mensajeros a Shuri, con la esperanza de que éste depusiera su actitud hostil.

—Deponed las armas. Rendid vasallaje al Rey de Castilla. Adorad la Cruz. Si no, os haremos la guerra hasta el exterminio —dijeron los emisarios de Rojas.

—No me asusta la guerra ni me atemorizan las amenazas. Nací guerrero, y guerrero he de vivir y morir —respondió el cacique lenca.

Contrariado Diego de Rojas por esa respuesta, ordenó un ataque a muerte contra los defensores del peñol; pero tanto la caballería como la infantería, españolas se estrellaron ante el tupido boscaje, y las trampas y otras defensas.

—Rendíos o moriréis —dijeron a Shuri nuevos emisarios.

—Decid al hombre blanco —contestó— que moriremos todos antes que rendirnos.

El sitio se prolongó por varios días, y durante la noche, los lencas asustaban a los caballos con sus antorchas de yux (ocote) y con otros artificios desvelaban a los sitiadores.

Por última vez, Rojas envió mensajeros con esta orden:

—Entregad vuestras armas.

—Jamás hemos entregado nuestras armas a las mujeres —fue la respuesta de Shuri.

Ante aquella ofensa, que hirió hondo el honor castellano, la disputa sólo podía tener término mediante una rápida y brillante victoria militar.

Herrera, en sus Décadas, continúa así el relato:
“Habiendo un mes que el capitán Diego de Rojas tenía sitiados a los indios del peñol, hablando ya en conciertos, se halló que era trato falso, porque estaban acordados con los indios amigos que andaban con Diego de Rojas, para que en buena coyuntura saliesen los de dentro a dar en los cristianos, y que al mismo tiempo los acometiesen también los indios del ejército (indios auxiliares), que cuando Dios no lo remediara, por el cuidado de Diego de Rojas, que era capitán diligente, no quedara vivo ningún castellano”.

“Descubrióselo un indio que le servía, porque como hombre blando y que le trataba bien, y a todos los que andaban con él le amaba. Sabido, pues, el punto en que se había de ejecutar lo concertado, que era el día siguiente, Diego de Rojas hizo prender a todos los caciques (del ejército amigo), y aunque puso cuidado para que no lo sabiendo los del peñol, saliesen a pelear como lo habían determinado, y hallándole apercibido les pudiese dar una buena mano, fue imposible, y así no salieron”, porque el astuto Shuri fue avisado de esa traición.

En vista de que los lencas del peñol no irrumpían en el campamento castellano, Diego de Rojas comprendió que Shuri estaba en autos del asunto.

Entonces, presos los caciques y señores principales amigos, “recibió su información, confesaron el caso, y que después de ejecutado su propósito, pensaban acometer la villa de Cuzcatlán (San Salvador) y matar a los castellanos que había en ella”.

“Hizo justicia de los presos”, apunta lacónicamente el historiador, para significar que mató a todos los príncipes comprometidos en la conjura.

La noticia de la ejecución llegó a oídos de los defensores del peñol. Los caciques de Mechotique, Oromontique y de otros pueblos lencas se pronunciaron por la rendición incondicional.

—No queremos más guerra —dijeron—; queremos paz.

Visiblemente contrariados por la debilidad de sus compañeros de armas, Shuri les dijo:
—Vergonzoso, nobles señores, es rendir las armas. Si vosotros aceptáis el vasallaje, nuestras mujeres y nuestros niños ocuparán vuestros lugares.

A pesar de estas palabras, temerosos de morir también en la hoguera, “determinaron rendirse —dice Herrera—; y tratándose el concierto fue avisado el capitán Diego de Rojas que había otros castellanos en la tierra y que eran muchos, y que estaban dos jornadas de allí (unas 14 leguas), y pareciéndole cosa muy nueva, determinó irlos a reconocer con cuatro caballos y cuatro peones”, más un buen número de indios auxiliares.

Era el ejército que Pedrarias Dávila, gobernador de Tierra Firme, había enviado a las órdenes del feroz capitán Martín Estete a conquistar el ultralempino oriente.
Estete traía 90 jinetes, 110 infantes y obra de 4.000 indios amigos chorotegas, “que en llegando Diego de Rojas le prendieron, con sus compañeros”.

“Algunos de los indios que llevaba Diego de Rojas, en viéndole preso —relata el mismo cronista—, se huyeron y dieron aviso en la villa y a los de su ejército (que sitiaban el peñol de Yusique), los cuales se retiraron luego a San Salvador”.

La retirada del ejército español fue un triunfo rotundo para Shuri, cuyo prestigio y fama resonó por todos los caseríos y ciudades de “la sierra que humea”.

A partir de entonces, todos los señores le rindieron vasallaje, obediencia y respeto, y así pudo por muchos años, con soldados valientes y aguerridos, resistir con éxito la penetración del hombre blanco.

No se sabe cuál fue el fin del cacique Shuri, el soldado infatigable y experto jefe militar, que hizo nugatorios los esfuerzos del visitador Diego de Rojas en 1530 y que mantuvo enhiesto el pendón de la dignidad y de la hidalguía desde lo alto de los picachos de “la sierra que humea”; pero la leyenda, la leyenda que vuela en alas de la fantasía, dice que indomable y altivo anda errante por los bosques, quizás como vigía sempiterno de su pueblo, tal vez como símbolo de la libertad y de la grandeza de una nación que se hundió trágicamente envuelta en los fulgores inmarcesibles de pretéritos siglos…


Notas
1) Shuri en idioma lenca quiere decir “ardilla”. Los indios solían ponerse nombres de animales.
2) Yusique proviene de dos raíces lencas: yux, ocote o pino; y tique, cerro o montaña.
3) Popocatepec en idioma nahuat o pipil proviene de las raíces popocat, vapor de agua, humear; y tepec, cerro o montaña.

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