El siguiente cuento, lo escuché siendo muy niño, nos lo contaba una muchacha que ayudaba a mi madre, cuidándonos cuando ella estaba de turno en el hospital, pues mi madre era enfermera. Nunca lo volví a escuchar en boca de nadie, ni en ningún libro, hasta hace unos pocos días, cuando en un hilo de twiter lo saqué a colación y el grupo de amables tuiteros comenzó a darme algunas referencias, hasta que por fin encontré una versión mexicana, que ahora adapto con mis propios recuerdos del mismo.
Omar Nipolan
En una casa muy humilde vivía una ancianita y su nieto, porque sus padres habían muerto hace mucho tiempo. Eran muy pobres. Un buen día, la viejita le dijo a su muchacho:
—¡José! Vete a cortar un buen manojo de leña, para venderlo y comprar comida para poder cocinar.
— Si abuelita, ya voy — dijo José.
Tomó su hacha y se fue al campo, caminado hasta llegar a un gran árbol de tronco grueso pero seco y pensó que era buena leña. Entonces decidió echarlo abajo: chas, chas, chas.
Cuando le empezaba a dar los primeros hachazos, salió del árbol un pequeño duende. Y como queriendo detenerle con las manos en alto le gritó:
—¡Chico! ¿Qué estás haciendo? ¡Mi casita! ¿No ves que estás botando mi casita?
José, se quedó con el hacha en el aire y los ojos abiertos como platos al verlo, pero pudo más la curiosidad que el asombro y le preguntó:
—¿Quién eres? ¿Vives aquí?
— Soy un duende y así es. Este árbol es mi casa.
Al fin y al cabo, a José no le importaba mucho que ese árbol fuera la casa del duende y como lo habían enviado por leña, obediente, llevaría leña, así que le dijo.
— Pues ni modo, me pidieron leña y voy a llevar leña.
— No seas malo, no me botes la casita.
— Leña me pidieron y leña voy a llevar.
— Pero hay tantos árboles aquí en este bosque, no tienes que botar mi casita.
— Leña me pidieron y leña voy a llevar.
Viendo que José no entraba en razón, le propuso lo siguiente:
— Bueno, hagamos un trato. Deja de destrozar mi casita y yo te doy esta toalla de la abundancia.
—¿Y de qué me sirve? Leña me pidieron y leña voy a llevar — Dijo, alzando nuevamente el hacha.
— Pues, sirve para darte mucha comida. Solo ponla sobre una mesa y dile estas palabras:
—¡Hule estrellita, comida toallita!, y te dará un montón de comida deliciosa.
José aceptó, incluso sin hacer la prueba. Dejó de cortar al árbol, agarró la toallita y se fue, sin leña, pero feliz.
Su abuela, al verlo llegar, le dijo:
—¿Dónde está la leña, hijo?
— No la traigo, porque en su lugar tengo esta toallita.
—¿Quién te la dio?
— Un duende
—¡Ah mi hijito!
— Ya verás abuelita
El muchacho tendió la toalla de la abundancia encima de la mesa y dijo:
—¡Hule estrellita, comida toallita!
Al instante, se apareció sobre la mesa una gran cantidad de comida. La abuela no lo podía creer:
—¡Hijito! Ya no pasaremos hambre.
Y así tuvieron comida abundante toda la semana, pues era lunes y como la abuela hacía otros trabajos pudieron ahorrar un poquito para pagar unas deudas que ella tenía.
El domingo se levantaron temprano y se arreglaron para ir a misa a dar gracias a Dios por la toallita, pero les dio miedo que alguien entrara y se las robara. Decidieron pasar a la casa de unos parientes para darles a cuidar la mágica prenda.
— Solo les pedimos que nos cuiden esta toallita mientras volvemos de misa.
A sus parientes les pareció algo extraño el encargo, pero dijeron que sí, y recibieron la toalla. Antes de irse, José les advirtió:
— No la vaya a poner sobre la mesa, ni le digan:
—¡Hule estrellita, comida toallita!
Eso fue suficiente para despertarles la curiosidad y Lucrecia, una de sus primas le dijo:
— Claro que no, ¿Cómo se les ocurre? Váyanse tranquilos, aquí cuidamos la toalla.
Más tardaron José y su abuela en irse que ellos en cerrar la puerta, extender la toalla sobre la mesa y decirle:
—¡Hule estrellita, comida toallita!
Todos quedaron asombrados, así que decidieron quedarse con la toalla de la abundancia. Para eso, decidieron cambiar la toalla que era blanca, por otra cualquiera para engañar a José y a su abuelita.
Al regresar de misa, José pasó preguntando por la toallita:
— Aquí está —le dijo Lucrecia, su prima, entregándole la toalla falsa.
José ni siquiera la revisó. Se despidió amablemente y se fue con la abuela a su rancho.
Al llegar, sintieron hambre y decidieron utilizar la toalla y al decirle las palabras mágicas, no apareció ni una miguita de pan sobre la mesa.
—¡Ah, duende más tramposo! ¡Nos engañó! La toallita sólo funcionó una semana —se lamentó José.
Muy enojada, la abuela le dijo que al día siguiente fuera a reclamarle al duende y, de paso, cortara leña para el fogón, porque iría a comprar algo de comida para cocinar.
Apenas amaneció, José se fue al árbol del duende y empezó a darle hachazos con fuerza y el duendecito salió asustado.
—¿Qué pasó? ¿Por qué me botas mi casita?
— Tengo que llevar leña. La toallita que me diste solamente funcionó una semana.
—¿Qué? ¡No me digas!
José levantó su hacha para continuar derribando el árbol y nuevamente el duende, se puso enfrente y le dijo:
—¡Espérate! ¡Hagamos otro trato! ¿Ves esa burrita amarrada a ese árbol? Pues es tuya, llévatela. Si le das tres veces con una vara en el lomo y le dices:
— Hule garrita, dinero burrita. Y vas a ver que, hace puro dinero. Pero solo lo hace una vez al día, si lo intentas de nuevo el mismo día, por cada vez que lo intentes, será un día que no dará dinero.
José regresó corriendo a su casa con la burra. Al llegar, inmediatamente hizo lo que le dijo el duende y le mostró a la abuela, cómo funcionaba. Tomó una vara y le dio tres veces con ella en el Lomo y le dijo.
— Hule garrita, dinero burrita.
— Y la burrita hizo tres monedas de oro
La señora se alegró mucho y quiso repetir, pero José le dijo que solo funcionaba una vez al día. La abuela no insistió y al día siguiente tuvieron otra moneda de oro que cambiaron por mucho dinero.
Al siguiente domingo, se fueron a misa y se llevaron a su burra para que no se la fueran a robar. Al pasar por la casa de sus parientes, José y su abuela que eran muy ingenuos decidieron encargarles a la burrita, pues no podrían dejarla en la calle y tampoco la dejarían entrar a misa.
Esta vez la familia de Lucrecia, los recibió encantados por lo de la toallita anterior.
—¿Les podemos dejar la burrita un rato, mientras vamos a misa?
— Claro José, con todo gusto la cuidamos
— Nomás no le vayan a dar tres varazos en el lomo porque le duele, ¿eh? Ni le vaya a decir: “Hule garrita, dinero burrita”.
— No, primo, vete confiado, no le haremos ni diremos nada.
Los dueños de la burrita no acababan de llegar a la iglesia, cuando los familiares ya estaban dándole tres varazos en el lomo al pobre animal y diciendo las palabras mágicas.
La burra les dio la moneda de oro. Y cuando quisieron más vieron que no dio nada y quedaron confundidos, pero no repitieron la operación.
Con una de las monedas de oro, fueron corriendo a comprarse una burrita parecida a la de José y cuando este, regresó y pidió su burrita, le entregaron la falsa y se quedaron con la que daba oro.
José y su abuela que eran almas puras e ingenuas, ni se percataron del cambio y se llevaron la burrita a su casa y la dejaron pastar tranquilamente.
Más tarde, cuando consideraron que la burrita había comido y descansado, fueron al corral atrás de su rancho, donde estaba bien tranquila y le aplicaron la fórmula, pero no pasó nada. La burrita solo se echó para atrás y los miró indignada.
Media hora después, muy enojado, José iba, hacha en mano a derribar el árbol del duende, pero esta vez, estaba a fuera y antes de que comenzara le dijo.
—¿Otra vez tú? ¿Qué no te basta todo el dinero de la burrita?
— Otra vez, me la hiciste, la burra sólo sirvió una semana.
— Qué extraño, eso no suele pasar — respondió el duende — a mí se me hace que alguien te engañó, ¿No le habrás dejado la toalla o la burra a alguien? Aunque sea por un rato.
Entonces, como si le hubieran atizado el coco con un palo, José recordó que tanto la toalla como la burrita, habían estado en manos de sus parientes y que habían dejado de funcionar, cuando ellos les devolvieron ambas cosas.
—¡Ajá! ¡Como sospechaba! ¡Alguien te ha visto la cara y no fui yo!
Entonces el duende sacó un palo grueso y basto, se lo ofreció, advirtiéndole:
— Toma este garrote. Cuando alguien le diga: “Hule camote, arriate garrote”, se va a poner a darle palos a todos los que hayan estado presentes al decir las palabras.
—¿Y eso de qué me va a servir? — preguntó José que no era muy listo, a decir verdad
— A ti, de nada, pero a quienes te han robado la toalla y la burrita, le podría salir el tiro por la culata.
— No entiendo
José no era malicioso y no era capaz de tramar algo en contra de nadie así que suspirando el duende le dijo.
— Realmente eres buena persona José, dime, quien crees que te quitó las cosas
Y José le contó cómo había llevado la toalla y la burrita a sus parientes para que se las cuidaran, pero que luego de devolvérselas ya no funcionaban.
— Entonces, esto es lo que harás: El domingo nuevamente vas a misa con tu abuela y llevas el garrote, se lo das a cuidar a tus parientes y nuevamente les dices que no repitan las palabras mágicas. Luego te vas a misa con tu abuela y al terminar, regresa por tu garrote. Te vas a llevar una sorpresa. Por cierto, para detenerlo deber decir: “Hule camote, ta’ten juicio garrote”. Que no se te olvide.
José, todavía un poco confundido regresó con el garrote donde su abuela y le contó lo que había pasado.
—¡Ay, mi hijito! ¿Cómo crees que nos van a devolver las cosas?
— No te preocupes abuelita, tenemos todavía un poco de dinero y podemos esperar.
Llegó el domingo, José y su abuelita volvieron a pasar por la casa de sus parientes. José les pidió que cuidaran el garrote y les recomendó que no le dijeran el conjuro.
Estos, estaban encantados de recibir el nuevo encargo, porque la burrita solo había dado dinero una sola vez, pues no sabían que no debían repetir las palabras en el mismo día y no entendía cómo funcionaba, por lo que estaban un poco desencantados, pero ante la posibilidad de una nueva cosa mágica no se aguantaban por probarla.
Apenas se fueron, toda la familia de Lucrecia se reunió alrededor del garrote, que estaba en u na mesa y casi a coro le gritaron al garrote:
—¡Hule camote, arriate garrote!
Expectantes, los parientes de José esperaban, la nueva maravilla que les daría el garrote.
Y el garrote se alzó en el aire, dio una vuelta sobre sí mismo como si los estuviera mirando y contándo a todos los presentes.
— ¿Qué esperas garrote? — dijo Lucrecia ya nerviosa y esperando el premio.
Cuál sería su sorpresa cuando empezaron a lloverles garrotazos a diestra y siniestra. Lucrecia intentó correr a la puerta, pero el garrote se puso delante y la azotó doble. Lo mismo hizo con todos los demás.
Todos corrían de un lado a otro y nadie lo podía parar, intentaban esconderse, se metían debajo de la cama, se ponían huacales y bacinicas en la cabeza, pero siempre el garrote encontraba un lugar donde pegarles.
Los golpes, eran lo suficientemente fuertes para arrancarles gritos de dolor, pero no para hacerles daño permanente en sus huesos o músculos, por lo que la lluvia de trancazos era un verdadero e interminable suplicio.
Para colmo, José y su abuela no regresaban. Se habían entretenido comprando verduras en el mercado.
Cuando por fin aparecieron, tocaron la puerta, pero solo escuchaban los gritos de dolor y nadie les abría.
José se asomó a la ventana y vio al garrote azotar a todos sus parientes sin parar y sin darles cuartel, Lucrecia lo vio asomado y le gritó:
—¡Ay, primo, esta cosa nos va a matar! Desde que ustedes, ¡ay!, se fueron, nos está golpeando.
— Yo les advertí que no le dijeran: “¡Hule camote, etc.!
—¡Ay, ay! ¡Perdón! ¡Ay! Ya párale, te regresaremos la burra y la toalla, pero ya párale.
— Trato hecho. Venga mi toalla y mi burra.
Como pudo, su tía sacó la toalla, se la entregó y le dijo:
— ¡Ay! La burra está ahí amarrada ¡Ay! afuera, llévatela y ¡Ay! también al maldito garrote.
Sólo hasta entonces José dijo el conjuro:
—¡Hule camote, ta’ten juicio garrote!
El garrote se detuvo, pero se quedó mirándolos con cara de palo en forma muy amenazadora. Ellos no se atrevieron ni a levantar la vista.
José y su abuela regresaron a su casa con la toallita, la burra y el garrote. Vivieron cómodamente de ahí en adelante, pero después ayudaron económicamente a sus parientes, que, arrepentidos por lo que habían hecho, les agradecieron mucho.
Y por fin, el duende pudo vivir tranquilo en su árbol, sin molestos leñadores.
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