La mañana de este día en Perú, ya lo narramos en el post anterior, con el viaje a Vinicunca, la montaña de siete colores y lo dura, pero increíble que resultó esa aventura.
Luego de almorzar en el mismo lugar en donde habíamos desayunado, molidos por el cansancio de la montaña de siete colores, llegamos de regreso a Cusco y nos dejaron cerca de la calle la Recoleta. A paso lento nos dirigimos a nuestro hostal, al momento de entrar a nuestra habitación, tomamos un baño y nos acostamos, decididos a levantarnos hasta el día siguiente. Eran las dos de la tarde.
Dormimos quizá por unas dos horas y media cuando recibí una llamada del operador turístico que habíamos contratado para el viaje a Machu Pichu al día siguiente, cancelándonos porque se habían agotado los Tiques de entrada y no había forma de conseguirlos.
El encierro por la pandemia había terminado ese año y el turismo se había disparado en casi todo el mundo, por lo cual, a pesar de que el gobierno había cuadruplicado la cantidad de permisos diarios de entrada a las famosas ruinas, la demanda había sido tan alta que todo había colapsado.
Sin embargo, ellos habían aceptado el pago y confirmado el viaje, pero quedamos claros en que harían una reversa en la tarjeta de crédito, la cual hicieron como cinco días después, pero en ese momento nos dejaban sin la cereza del pastel en cualquier viaje a Perú.
No había hada que hacer, así que, frustrados y muy molestos, no quisimos quedarnos lamentándonos y nos levantamos para ir a ver la ciudad al menos. Afortunadamente Cusco tiene muchísimo que ofrecer y se necesitan varios días para disfrutar una buena parte de lo que tiene y siempre habrá algo nuevo por descubrir.
Salimos al parque frente a catedral, que ya era nuestro punto de partida para iniciar exploraciones en la ciudad. Anduvimos deambulando un poco por ahí y por allá. Tuvimos la intención de visitar la catedral, pero no era posible por la hora, necesitábamos media jornada para visitarla como debe ser así que luego de un par de calles, vimos un museo, el “UNSAAC Museo Inka” y decidimos entrar. No nos decepcionamos.
El museo cuenta con una gran colección de piezas arqueológicas de la enorme variedad de culturas que habitaron Perú en tiempo precolombinos.
También tiene un amuestra de tejidos peruanos y muchos cuadros, en su mayoría religiosos, de la enorme cantidad de pintores y artistas que posee.
En los muchos motivos religiosos, abundan las imágenes a vírgenes, representaciones de la última cena, que según nos contaron la mayor parte de estas representaciones, tienen una particularidad muy curiosa.
En estos cuadros se puede destacar a Judas por dos motivos, el primero, es que es el único que está mirando hacia el pintor o hacia el público, los demás tienen sus miradas al vacío o hacia los otros comensales.
El segundo aspecto es que Judas, en la mayor parte de representaciones peruanas, tiene la cara de Francisco Pizarro, el español que dirigió la conquista del Perú.
Es una forma de reivindicar el atropello sufrido, mofándose del conquistador, al ponerlo como Judas Iscariote, el que traicionó a Jesus.
Hay una exposición de maquetas que representan momentos cotidianos de los incas o aspectos de sus ritos funerarios, todo en una arquitectura muy impresionante.
Salimos ya un poco tarde del museo y fuimos al mercado de artesanías a buscar recuerdos para los amigos. Anduvimos un poco por las calles y parques de la ciudad en su fase nocturna, la cual resulta tan atractiva como de día, con muchos murales y monumentos alegroricos a sus tradiciones y cultura.
Visitamos la Iglesia y Convento de Santo Domingo de Guzmán, que tiene una impresionante cantidad de obras artísticas y bellos retablos entre las que destaco una hermosa representación de “La Piedad”.
Al salir, descubrimos por casualidad, en una calle cercana al templo que recién habíamos visitado un pequeño y acogedor oasis al cual no pudimos resistirnos.
El bar “Gato Negro” es un bar local que nos encantó, tranquilo, bonito, barato con gran ambiente, lo que sentimos extraño es que no ofrece ningún tipo de alimentos, solo tragos preparados.
Sirven un pisco con “Ginger Ale” en picheles de vidrio que disfrutamos tranquilamente como aperitivo para la cena. Nos gustó mucho el ambiente, tranquilo pero ameno, con música popular, no muy estridente. El bar, no está propiamente destinado para turistas, sino que es una cantinita local, habían muchos parroquianos que seguramente eran habitantes de la ciudad.
Sin embargo, vimos a varios turistas que, como nosotros, parecían encantados con el acogedor lugar.
Tuvimos que buscar en donde cenar y fuimos a un lugar relativamente lujoso en el que comimos un plato tradicional muy sabroso. Una compañía de bailarines autóctonos brindaba entretenimiento, pero en un nivel que permitía conversar. Terminada la cena decidimos seguir caminando por las calles y callejuelas de Cusco, que, a pesar de la hora, pasan rebosantes de vida.
Llegamos una tienda llamada “Arte Arana” en donde un amable dependiente nos mostró las diversas prendas que ofrecen, nos hizo tomarnos una foto con atuendo típico, al pie de unas enormes piedras que conformaban el muro, muy a lo de las piedras del muro de Sacsayhuaman.
Compramos algunas cosas más y nos dirigimos de regreso al hostal ya entrada la noche, pero la vida nocturna continuaba por esas calles. Sin embargo, nosotros estábamos muy cansados de este intenso día y no teníamos más fuerzas para seguir. Nos fuimos al hostal, y caímos desmayados en la cama para levantarnos hasta el día siguente.
El podómetro de mi pulsera marcaba treinta y cuatro mil pasos ese día, quizá unos quince kilómetros, de los cuales, al menos cuatro de ellos han sido los cuatro kilómetros más duros de mi vida.