Omar Nipolan

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Natalio Ruiz el hombrecito del sombrero gris

Natalio Ruiz

Hace muchos años escuché la famosa canción de Sui generis que tiene como nombre el título de este post y en un foro alguien puso una historia alegórica al personaje, supongo que apócrifa, pero la he retomado y añadido un par de versos para convertirla en un cuento.


A veces, en las tardes lentas y somnolientas del otoño, me sorprendo caminando por la Plaza Mayor. La misma donde, décadas atrás, paseaban Natalio y Rosaura, tomados del brazo como quien no quiere despegarse jamás de la vida. Él con su sombrero gris —ese que lo hacía ver todavía más serio de lo que ya era— y ella envuelta en su voz de cristal, con una tos que le partía el pecho y a él el alma.

Yo soy Santiago Gómez, sobrino nieto de don Martiniano Gómez Azcurrain, el amigo inseparable y confidente de Natalio. Y no hay día que no me pregunte:

¿Dónde estás ahora, Natalio Ruiz, el hombrecito del sombrero gris?

Natalio Ruiz era un hombre contenido, prolijo hasta en sus suspiros. Le bastaban esas largas conversaciones con Rosaura en el balcón de la calle Zapiola —entre Mendoza y Juramento, sí, donde todavía se alza esa casona con aire de novela antigua— para llenar sus noches de versos que nunca le mostró. Le escribía sonetos enteros que luego quemaba, por pudor o por miedo a la poesía que lo delataba.

Todo iba bien, si por “bien” entendemos paseos vespertinos con escolta femenina (primas y amigas que cumplían función de espantapájaros), limonadas sin gas, cartas quincenales y una castidad a prueba de primavera.

Ejemplo de estos sonetos, es el siguiente que encontré entre sus papeles.

(Soneto encontrado entre papeles sin firma, fechado en 1929)


"A Rosaura, desde la plaza vacía"

Tu voz bajaba al patio como un hilo,
de luz o de jazmín, no lo sabría,
y yo fingía hablar de economía
para evitar decirte que me aniquilo.
Tu risa era un rumor suave y tranquilo,
como el aire en la siesta, en la alquería,
y yo guardaba en prosa mi poesía,
temiendo ser un loco o ser ridículo.
¿Quién dijo que el amor no es para el cauto?
¿Quién que el silencio es siempre cobardía?
Si al verte, hasta el reloj se queda perplejo.
Rosaura, te he querido tanto y tanto,
que aún hoy, al recordar aquel día,
me duele el corazón… pero no me quejo.

No era lo que se puede decir que Natalio fuese un gran poeta, tocado por Erato o Calíope, pero era feliz en lo que cabe hasta que sucedió una aciaga tarde de febrero…


Las primas estaban en Cosquín. Rosaura también.

Aquel martes caluroso de febrero, la ciudad hervía como pava olvidada en la hornalla. Las persianas medio cerradas de la casona de la calle Zapiola intentaban inútilmente contener el bochorno. A las cinco y treinta en punto, Natalio Ruiz llamó al timbre con una mezcla de nerviosismo y decisión impostada. Esa tarde tenía un propósito: pedir la mano de Rosaura.

La puerta se abrió lentamente y apareció ella: la tía Eduviges.

Vestía un batón de lino tostado por el almidón, con encajes que el tiempo y el exceso de lavadas había vuelto amarillos. Su cabello estaba recogido en un moño severo y en la comisura de los labios se dibujaba esa media sonrisa que uno no sabe si es cortesía o advertencia.

—¡Ah, don Natalio! Qué puntual. Pase, pase, que el calor no da tregua. Le preparé limonada.
Fiel a sus modales, mi amigo inclinó ligeramente la cabeza. Su voz, fina y temblorosa, apenas pudo responder:

—Muy… muy amable, señora Eduviges.

En la sala, el reloj de pie marcaba cada segundo con una solemnidad insultante. Ella sirvió la limonada con gesto mecánico. Se sentaron. Él en el borde del sillón, como quien está por dar una conferencia o ser condenado a muerte.

Ella por su parte en el otro extremo del amplio mueble, encarándose a él en una pose dominante.

—Y dígame, don Natalio… ¿a qué se dedica actualmente? ¿Sigue con esos… poemas que nunca hemos tenido la dicha de ver?

—Sí, escribo… en mis ratos libres.

Cuando tuviste la estúpida idea de decirles que escribías poesía, mentecato de orto. — Se dijo Natalio furioso por haber tenido ese desliz.

— También trabajo en la contaduría.

—Ah. Eso sí es serio. La contaduría. Las poesías, ya sabe usted… son muy bonitas para las señoritas, mientras son jóvenes. Luego se casan, y se pasa a otra cosa, deberes, hijos, el hogar. La vida es trabajo, señor Ruiz. Orden. Disciplina. La poesía es distracción juvenil, cosa de vagos.

Natalio tragó saliva.

—Sí, claro, señora. Justamente… yo venía a conversar con usted sobre Rosaura.

“Es ahora” — pensó — “Tenés que decirlo. Ya. De una vez.”

Pero la tía, inflexible como un relicario de mármol, lo interrumpió:

—Porque, verá usted, Rosaura es muy sensible. Tiene esa salud tan… frágil. Ha heredado de su padre esa propensión a lo melancólico. Y de su madre, el asma. El clima húmedo le hace pésimo. Y esas salidas al parque, al aire frío. Uno podría pensar que eso altera sus males que ya son muchos.

Natalio sonrió, o eso intentó. Sentía las sienes húmedas, como si su cuerpo empezara a licuarse lentamente.

—Es que a ella le gusta salir a caminar, creo que… le hace bien un poco de ejercicio… suave, señora. Rosaura es… una joven admirable.

—Mmm… sin duda. Aunque yo me pregunto si alguien con aspiraciones poéticas, sin fortuna conocida, sin apellido rimbombante, podrá… digamos… asegurarle una estabilidad.

Es Ahora”, se dijo Natalio. Pero lo que quería decir (‘Me gustaría pedir la mano de su sobrina’) se convirtió en:

—Esta limonada está exquisita. Muy fresca.

—La preparo yo misma, escogiendo cada limón —replicó ella, con ese tono orgulloso que uno usaría para confesar que cosecha su propio opio.

Pero cambiando de postura, ella se le acercó un poco más y Natalio pudo ver cómo las pestañas se le encolochaban a la tía, la mirada se le tornaba lánguida y los labios se curvaban en una sonrisa muy sospechosa.

—A veces la paz no se encuentra en la juventud sino en la madurez.

—¿Perdón?

—Un hombre necesita más una mano firme que le ayude a cumplir altas sus metas, más que una atolondrada jovencita que le represente una carga.

La conversación siguió por una espiral extraña y descendente. Natalio intentaba hablar de sentimientos, de sueños, de los paseos por la plaza, de las tardes con olor a jacarandá… pero la tía respondía con frases como “el matrimonio es una empresa”, “el amor solo no llena la heladera”, y “los ideales son para los domingos”.

Y Natalio empezó a sentirse… raro.

Las palabras de la tía llegaban como desde un túnel. Su voz se volvía más y más metálica. El calor lo aplastaba, el almidón del sofá lo irritaba, su lengua era una esponja seca. El corazón galopaba como caballo asustado. Sintió que sus párpados pesaban. El último pensamiento nítido fue:

—“Si no salgo de acá, muero. O peor: me caso con la tía.”

Y se desmayó. Sin épica, sin dramatismo. Así, simplemente, se desplomó como un perchero mal apoyado.

Horas después, volvió en sí. La habitación olía a lavanda y humedad antigua. Estaba en una cama que no era la suya. El ventilador giraba perezosamente. Vestía solo su camisa.

—Oh, ya despertó mi valiente poeta… —dijo la voz.

Eduviges estaba ahí. De alguna forma, su rígido y discreto vestido se había convertido en una vaporosa bata que apenas ocultaba unos atributos que quizá llevaban demasiado tiempo escondidos.

Se encontraba sentada a su lado. Sostenía un paño húmedo con el que le rozaba la frente, quizás con ternura, quizás con una intensidad inquietante.

—Se descompuso, pobre. El calor, la emoción. Me asusté tanto… tuve que aflojarle la ropa, claro.

Natalio no decía nada. Su mente buscaba una salida, una explicación, un agujero en el suelo para poder colarse.

—A veces, la vida nos da estos momentos íntimos, ¿sabe? —continuó ella, con voz susurrante—. Momentos que… nos revelan verdades. Lo vi dormido… tan vulnerable. Como un niño grande. ¿Quién cuida a los hombres como usted, Natalio?

Él tragó saliva. Sentía el corazón golpearle las costillas como un preso con cucharilla.

—Yo… tengo que irme. El trabajo.

—¿Tan pronto? Pensé que podíamos conversar… sobre nosotros.

Ahí lo supo. No era un mal sueño. Era la pesadilla que se escabullía por las rendijas de la decencia.

Sin responder, se levantó de golpe, se puso los pantalones (mal abrochados), se calzó los zapatos, quizá al revés, tomó el sombrero —que luego olvidaría— y salió corriendo por el pasillo como un ladrón de su propia honra.


¿Qué clase de tragedia griega es esa donde el héroe tropieza con una tía en prendas íntimas en vez de un Polifemo dispuesto a devorarlo?

Desde Montevideo, llegaron un par de cartas a Martiniano. Confesiones avergonzadas, suspiros a la distancia, poemas que ya no rimaban.

“He fracasado en todo, Martín. No tengo valor. No puedo volver a mirar a Rosaura a los ojos. Ni a mí mismo en el espejo. Me dedicaré al periodismo. Aquí, al menos, no conocen a la tía Eduviges.”

Y así fue como el hombre que escribía versos con tinta azul terminó redactando necrológicas en El Oriental. Nunca se casó. Tampoco escribió más poesía. Pero en Colonia del Sacramento, hay quienes aún lo ven, caminando entre adoquines, quitándose un sombrero invisible y saludando a las farolas con gesto melancólico.

No llevaba sombrero, claro. El suyo quedó encerrado en un ropero en Belgrano R, en una caja junto a unas cartas sin abrir y una flor seca.

Una nietita de Eduviges lo encontró años después mientras jugaba entre naftalina y recuerdos. Lo usó el jardinero Romualdo, que tenía un humor extraño y un gusto particular por los sombreros ajenos.

Rosaura no sobrevivió al olvido ni a su asma. Murió en una noche húmeda, quizás soñando con su Natalio. Dicen que pidió por él entre silbidos bronquiales.

Él, en cambio, no está en la Recoleta, ni en ningún registro. Pero yo lo veo, a veces, cuando me siento en la plaza con mi cuaderno de notas.

Lo veo caminando hacia el balcón que ya no está,
escribiendo versos que no va a leer,
cuidándose la tos,
y haciendo el amor cada muerte de obispo,
como decía aquella canción que alguien escribió como si conociera su historia.
Y me pregunto:
¿Dónde estás, Natalio Ruiz, hombrecito del sombrero gris?
¿Te escondés en una esquina de Montevideo? ¿O vivís en esa sombra que, a veces, me saluda sin sombrero?

(Montevideo, invierno de 1937 — hallado entre los papeles amarillentos de un cuaderno de oficina)


Desde este lado del río”

He cruzado el umbral de lo imposible,
dejando en tus balcones mi derrota,
me fui sin la caricia ni la nota
de un adiós que no fuera irreprochable.
No sé si me creí imprescindible
o si temí volverte más remota,
pero me fui, y la culpa me alborota
como un perro que muerde lo invisible.
Aquí los días pasan sin asombro,
y en el café repito tus palabras
a la espuma que no sabe responder.
Me busco en el reflejo, ya sin hombro,
ya sin sombrero gris, ya sin mis cabras,
y todo lo que amé, no pudo ser.

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