(Cuento del libro “Cuentos y narraciones de Francisco Gavidia – 1931)
Es Cacaotique (1) que modernamente se pronuncia y escribe con toda vulgaridad «Cacahuatique», un pueblo encaramado en las montañas de El Salvador, fronterizas a Honduras.
Por ahí nació el bravo General don Gerardo Barrios, que, siendo presidente de la República, más tarde, se hizo en Cacahuatique una finca de recreo, con dos manzanas de rosales y otras dos de limares, un cafetal que llego a dar 900 sacos, y una casa como para recibir a la presidenta, mujer bella y elegante por extremo.
Un vasto patio de mezcla, una trilla y una pila de lavar café; una acequia que charlaba día y noche al lado de la casa, todo construido en la pendiente de una colina arriba, y de modo que se dominaban de allí las planicies, los valles y vericuetos del cafetal cuando se cubría de azahares; la montaña muy cerca en que se veían descender los caminos, casi perpendiculares, a los leñadores con su haz al hombro; por otro lado, montes; por otro, un trapiche, a tiempos moliendo caña, movido por bueyes, que daban la vuelta en torno suyo, a tiempos enfundado en un sudario de bagazo, solitario y silencioso bajo un amate copudo; más allá cerros magníficos, uno de los cuales estaba partido por la mitad; limitando la finca, una hondonada en cuyo abismo se enfurecía un torrente, lanzando ahogados clamores; aire frio, cielo esplendido, y cinco o seis muchachas bonitas en el pueblo: estos son recuerdos de la infancia.
Mi padre compro la finca a la viuda del presidente, y dejando a San Miguel vivimos en ella por tres años. Yo tendría entonces unos ocho. Algo más quisiera escribir sobre aquel pueblo, pero no hay tiempo; no dejare de mencionar, sin embargo, uno de los más soberbios espectáculos que puede verse. Desde la plazoleta del Calvario se ve extenderse un valle de diez o doce leguas de anchura. Por el pasaban otro tiempo, formando selvas de picas, carcaj al hombro, las huestes innumerables de Lempira.
En el fondo del valle se ve arrastrarse el Lempa como un lagarto de plata. El un lado del rio, hasta San Salvador, se llamó Tocorrostique; el otro lado, hasta San Miguel, se llamó Chaparrastique.
Mas allá del valle se extiende el verde plomizo de las selvas de la costa; y más allá, como el canto de un disco, la curva azul del acero del Pacifico. Un cielo tempestuoso envuelve con frecuencia en las nieblas de un desecho temporal el gigantesco panorama. Como el valle se extiende hasta el mar, desde el mar vienen aullando los huracanes, por espacio de cincuenta leguas, a azotar los liquidámbares de las montañas de Honduras. Por eso habréis oído decir que alguna vez el viajero que pasa la altura de Tongolón, desde donde se ven los dos océanos, derribado por el viento furioso, rueda por los precipicios horribles.
Cacahuatique es un pueblo en que se ve palpablemente la transición del aduar indígena al pueblo cristiano. Los techos pajizos se mezclan a los tejados árabes que adoptó sin restricción nuestra arquitectura colonial. Los cazadores usan la escopeta y la flecha.
El vocabulario es una mezcla pintoresca de castellano y lenca, y la teogonía mezcla el catolicismo al panteísmo pavoroso de las tribus. todavía recuerdo el terror infantil con que pasaba viendo al interior de una casucha donde vivía una mujer, de quien se aseguraba que por la noche se hacía cerdo.
Esta idea me intrigaba, cuando al anochecer, iba a conciliar el sueño y veía la cornisa del cancel de la alcoba; cornisa churrigueresca que remedaba las contorsiones de las culebras que se decía que andaban por ahí en altas horas. Pensaba también en que podía oír los pasos que se aseguraba que solían sonar en la sala vecina y que algunos atribuían al difunto presidente.
Quitad de este pueblo los tejados árabes, las dos iglesias, los innumerables arboles de mango que se sembraron entre los años de 1840 a 1860, importados de las Antillas; quitad las cruces del cementerio, su levita de algodón, bordada de cinta de lana, al alcalde, sus pañolones de seda a las aldeanas descalzas; suprimid los caballos y los bueyes, y ya Cacahuatique es lo que era antes de la conquista, con sus ídolos acurrucados en el templo, cuyas paredes ofrecen un intrincado mosaico donde las florescencias y los animales, se mezclan a la figura humana, como el espíritu humano se mezclaba en la sombría filosofía indígena a los brutos, a 1os árboles y a la roca.
Como hayáis concebido a este pueblo en su faz primitiva, empiezo mi narración, que es, en el fondo, la que me hizo Damián, un mayordomo.
Kol-ak-chiutl (mudada de culebra), que en la tribu por abreviación acabaron por pronunciar Kola, era una mujer que se iba enriqueciendo a ojos vistas, debido a que era bruja y además ladrona.
Tenía una hija, Oxil-tla (flor de pino), de ojos pardos como la piel de una liebre montés. Su pie era pequeño; sus manos, que solo se habían ensayado en devanar algodón y en tejer lienzos de plumas, ¡puestas al so! dejaban pasar la luz como una hoja tierna. Su pecho era como la onda del rio. Para completar su belleza, niña aún, su abuelo materno le había pintado el más lindo pájaro en las mejillas. Kola llevo un día a su hija al campo, y allí le dijo un secreto.
Tres días después Kola había ido con ella al peñol de Arambala, donde moraba Oxtal (cascabel), señor de Arambala, con diez mil flecheros que defendían el peñol: pues el príncipe se había apoderado de la comarca por traición. Invitado a una fiesta, su gente, que había dejado en los bosques vecinos, cayó de improviso en la tribu embriagada con aguardiente de maíz. Kola y su hija Oxil-tla pusieron a sus pies una sábana de pieles de ratón montés y un dosel de plumas de quetzal. Oxtal las besó en los ojos y espero en silencio.
La madre hizo una seña a su hija, y esta, ruborosa, desdoblo el manto y puso a los pies del cacique sus ídolos de piedra de rio.
Entonces Kola hablo de esta manera:
“Estos son los cuatro dioses de mis
cuatro abuelos, el quinto es el mío y el
sexto el de esta paloma, que trae su
familia para mezclarla con la tuya”.
Oxil-tla bajó los ojos.
—Oxtal, señor de Arambala, tiene tantas esposas como dedos tiene en las manos; cada una le trajo una dote de valor de cien doseles de plumas de quetzal y de cien arcos de los que usan los flecheros de Cerquín. Tu paloma no puede ser mi esposa sino mi manceba.
Kola se levantó, empujó suavemente a su hija desde la puerta, y dijo:
—Tus ojos son hermosos como los del gavilán y tu alma es sabia y sutil como una serpiente: cuando la luna haya venido a iluminar el bosque por siete veces, estaré aquí de vuelta. Cada hijo que te nazca de esta paloma tendrá por nahual una víbora silenciosa o un jaguar de uñas penetrantes. Los mozos que van a mi lado a las orillas de las cercas a llamar por boca mía a su nahual, fiel compañero de toda su vida, atraen a su llamamiento a los animales más fuertes, cautelosos y de larga vida. Oxil-tla, camina delante.
Por esta razón Kola había visto una tarde, con impaciencia, el árbol del patio donde estaban hechas seis rayas.
—Seis veces la luna ha iluminado al bosque —dijo—, y aún falta mucho para completar tu dote. La vida tristeza de Oxil-tla se iluminó un momento por un rayo de alegría.
Porque Oxil-tla iba por las tardes a la cerca del maizal vecino, siempre que el zumbido de una honda hacía volar espantados a los pájaros negros de la comarca; ¡de tal modo el poderoso hondero hacía aullar el pedernal en los aires!
En el verde y floreciente maizal había oído ella la canción que solía murmurar entre dientes cuando estaba delante de su madre:
Flor de pino ¿recuerdas el día
En que fuiste, a los rayos del sol,
A ofrecer esa frente que es mía
Al beso altanero
¿Del cacique que guarda el peñol?
Di a tu madre, cuando haya venido
La ancha luna por séptima vez,
Que yo he de ir a su sombra escondido,
Y que hará al guerrero
la piedra de mi honda caer a mis pies.
El que así canta en el maizal es Iquexapil (perro de agua), el hondero más famoso que se mienta desde Cerquín a Arambala; ora Oxil-tla ama a Iquexapil, por eso se regocija de su madre no pueda recoger una dote por valor de cien doseles y cien arcos.
Kola meditabunda, pues ambiciona que su bella hija sea la esposa de un cacique, toma una resolución siniestra: llama en su auxilio al diablo Ofo, con todo su arte de llamar a los nahuales.
Una noche que amenazaba tempestad, fue a la selva e invocó a las culebras de piel tornado; a las zorras que en la hojarasca chillan cuando una visión pasa por los árboles y les eriza el pelo; a los lobos, a los que un espíritu de las cavernas pica el vientre y les hace correr por las llanuras: a los cipes que duermen en la ceniza y a los duendes que se roban las mujeres de la tribu para ir a colgarlas de una hebra del cabello en la bóveda de un cerro perforado y hueco, de que han hecho su morada. La invocación conmovía las raíces de los árboles que se sentían temblar.
En la bruma del río que había mezclado su rumor al odioso conjuro, llegó Ofo, el diablo de los ladrones, y habló de tal manera a los oídos de la bruja, que ésta volvió contenta a su casa, donde halló a Oxil-tla dormida.
Pronto se habló de muchos robos en la tribu y sus alrededores.
Uno hubo que puso un lienzo de plumas valiosas en la piedra de moler y se escondió para atisbar al ladrón.
Vio llegar una loba a quien quiso espantar; la loba saltó sobre él, le devoro y se llevó el lienzo.
La población estaba aterrada.
Kola, desde la puerta de su casa, aguardaba impaciente que la luna dejase ver tras los montes su disco angosto como un puñal de piedra.
Ahora, he aquí lo que pasó una noche. Mientras Oxil-tla dormía profundamente, Kola se levantó desnuda. El frío de la noche es glacial y la sombría mujer echa al horno los troncos más gruesos, en que empiezan a avivarse ascuas enormes. La bruja entonces toma la sartén de las oraciones, en que presentara a su dios la sangre de las liebres sacrificadas al venir la estación de las lluvias. Coloca esta sartén en medio de la casa, da saltos horribles al fulgor de la hoguera, hace invocaciones siniestras a Ofo, y finalmente vomita en el tiesto un vaho plomizo que queda allí con aspecto de líquido opalino: en su espíritu. En aquel momento la mujer se había transformado en loba. Entonces se fue a robar.
En el silencio de la noche, la claridad de la hoguera hizo abrir los ojos a Oxil-tla, que mira en torno, busca y llama a su madre, que ha desaparecido. La joven se levanta temerosa. Todo está en silencio. Recorre la casa y da en el tiesto, en que flota algo como líquido y como vapor.
—Madre —dice la joven—, madre fue al templo y dejó impuro el tiesto de las oraciones; una buena hija no debe dejar nada para mañana: es preciso acostumbrarse a un trabajo regular; que más tarde Iquexapil vea en mí a una mujer hacendosa…
Al decir esto, se inclina, toma el tiesto y arroja a la hoguera su contenido: el fuego crece con llama súbita, pero luego sigue ardiendo como de ordinario.
Oxil-tla guarda el tiesto, se acuesta de nuevo y, para calmar su terror procura conciliar el sueño y se duerme.
A la madrugada, la loba husmea toda la casa va, se revuelve, gime en torno, buscando en vano su espíritu. Pronto va a despuntar el día. Oxil-tla se despereza, próxima a despertarse con un gracioso bostezo. La loba lame impaciente el sitio en que quedó el tiesto sagrado. ¡Todo en vano!: antes que su hija despierte gana la puerta y se interna por el bosque que va asordando sus aullidos. Aunque volvió las noches subsiguientes a aullar a la puerta de la casa, aquella mujer se había quedado loba para siempre.
Oxil-tla fue la esposa de Iquexapil.
Estas formas tomaba la moral en los tristes aduares.
(1) Etimológicamente, huerta de cacao.
El pueblo, originalmente Lenca, cambió su nombre por el actual Ciudad Barrios, en honor al General Gerardo Barrios, por lo que menciona Francisco Gavidia en el preámbulo del cuento.