El velorio de don Moncho – Cuento

Don Moncho's Wake

Un cuento de Juan José Martel

La noticia se corrió de voz en voz a una velocidad extraordinaria. En pocos minutos todos la sabían en los dos barrios de Santa Ana, pero también todos dudaban que fuera cierto.” Se murió don Moncho”, no puede ser, si ayer lo vimos y se veía muy sano; si estaba joven, no llegaba a los cincuenta todavía.

Era difícil creer que don Moncho ya no era alma de este mundo. Lo más trágico era que don Moncho había sido una especie de benefactor de la gente del barrio de Santa Bárbara y la Colonia Los Pinos.

Le hacía un favor a cualquiera que lo necesitara sin esperar recompensa. Prestaba pequeñas cantidades de dinero sin interés, daba despensas de comida a las ancianas pobres, le compró zapatos a muchos cipotes descalzos, daba medicina a muchos enfermos sin recursos.

En fin, don Moncho tenía un gran corazón. Y vea usted como son las cosas, precisamente don Moncho había fallecido del corazón. Un fulminante ataque cardíaco, sin previo aviso, que no dio tiempo de hacer nada por él, le arrebató la vida. Como bien dijo doña Concepción Ramírez, “lo bueno o se va o se muere”.

Todos fuimos pasando de la sorpresa a la tristeza, de la tristeza a un sentimiento de orfandad, y de la orfandad a la resignación. “Dios sabe lo que hace”, sentenció don Maximiliano Pérez. Ahora lo único que podíamos hacer por él era acompañarlo en su velación.

Pero ir al velorio de don Moncho requería que todos nos pusiéramos de acuerdo y organizarnos, pues vivía fuera de la ciudad. Don Moncho vivía a unos cinco kilómetros de Santa Ana por una calle polvosa que conducía al Beneficio de la China.

Muchos decían que caminar de noche por esa calle era peligroso porque asustaban los malos espíritus, Había que pasar una quebrada donde aseguraban que salía la ciguanaba. Por ello nos organizamos en dos grupos, los que nos iríamos a pie, y los que se irían en el camión de don Jacinto Zepeda. Se recomendó que nadie se fuera solo después de las seis de la tarde.

Yo me apunté para irme a pie, pues en el camión de don Jacinto solo irían las personas mayores, que por su edad tienen dificultades para caminar. De todos modos, nos juntamos todos en la Ceiba donde termina la Colonia Los Pinos y empieza la Calle polvosa hacia la China.

El camión llegó puntual a las siete de la noche y se subieron todos los viejos. Costó trabajo subir a la cabina a doña Matilde Galdámez por su avanzada edad y las dificultades que tenía para moverse, pero entre tres hombres la subieron al camión.

El resto del grupo que éramos más de cincuenta personas comenzamos a caminar. Cuando pasamos por el lugar donde espantaban los malos espíritus las mujeres comenzaron a rezar el rosario, luego llegamos a la quebrada donde salía la siguanaba, allí hicimos un alto, nos quitamos los zapatos y los calcetines, nos enrollamos los pantalones y pasamos el riachuelo, al otro lado repetimos la operación al revés, nos pusimos de nuevo los calcetines y zapatos, por suerte a nadie se le apareció la siguanaba.

¡Tan bueno que era Don Moncho!

Cuando llegamos a la casa de don Moncho, ya había bastante gente en su velorio, El gran patio de tierra de la casa de campo había sido iluminado con una extensión eléctrica que tenía más de veinte focos, allí habían colocado muchas sillas de las que alquilan en las funerarias y la gente se juntaba en grupos, sentados platicando sobre la vida del difunto.

En el gran corredor había más de 25 gallinas colgadas, recién sacrificadas, y un gran cerdo colgado que lo habían abierto en canal, toda esa carne lista para los tamales que degustaríamos seguramente en la madrugada.

En la cocina ya estaban listos dos enormes peroles de tamales y otros dos de café, amontonados en una esquina un montón de sacos con pan francés y pan dulce. Todo parecía que hasta después de muerto don Moncho iba a hacer su última obra benéfica, dándonos de comer a tanto hambriento que llegábamos a despedirlo.

En el interior de la casa, habían quitado los canceles que dividían la sala de los dormitorios, con lo cual quedaba un gran salón, donde estaba el ataúd que contenía el cuerpo de don Moncho y más de setenta sillas ocupadas todas por mujeres que rezaban el rosario, dirigidas por una rezadora profesional, contratada para esos efectos. Después de dar varias vueltas por el patio y recorrer el corredor, yo me paré en la puerta desde la que se distinguía bien el ataúd y las rezadoras al mirar para adentro, y una panorámica del patio al mirar para afuera.

Allí estaba yo paradito, observando con curiosidad el ataúd de don Moncho, cuando sucedió algo que me heló la sangre. Comencé a ver que, muy despacito, se iba abriendo la tapadera del ataúd y una mano comenzaba a asomarse. Quería pegar un grito, pero la lengua se me puso gruesa y tiesa y no emitía ningún sonido. Quise correr, pero no me respondían las piernas, las tenía como congeladas o pegadas al suelo.

Con horror observé que todas las rezadoras que tenían los ojos cerrados por la devoción no se daban cuenta de lo que sucedía, miré angustiado al patio y allí todo transcurría con la normalidad de un velorio. Logré observar que al final del patio, en la cerca que daba hacia la calle, había una pequeña salida en forma de Y, pero no me servía de nada pues no podía moverme, mucho menos correr.

Un sudor helado y profuso me había mojado toda la camisa, el corazón me brincaba con tanta fuerza que sentía que se me saldría por la boca. De pronto don Moncho empujó la tapadera del ataúd con fuerza abriéndola de un solo golpe, se sentó, y ante la mirada horrorizada de todas las mujeres que con el golpe abrieron los ojos Don Moncho exclamó

— ¿Qué pasa aquí?

El grito de don Moncho me devolvió la movilidad en las piernas y salí corriendo como loco hacia el final del patio donde había visto la salida en forma de “Y”.

En mi carrera choqué con una señora que servía tamales, la que se fue de bruces encima de un grupo de personas que estaban sentadas. Una señora me dijo

— ¡Cipote tonto, ya andás borracho! – pero yo no estaba para pedir disculpas, seguí corriendo como en carrera de obstáculos hasta que llegué a la pequeña salida.

Al llegar a la meta me sentí un poco más seguro y volví la mirada hacia atrás. Ya en ese momento todos en el patio se habían puesto de pie y veían lo que pasaba en la entrada de la casa.

Todas las mujeres se habían atorado en la puerta queriendo salir al mismo tiempo, algunas lo lograban a gatas y comenzaban a correr como condenadas dando gritos:

— ¡Se levantó don Moncho!

En un primer momento, nadie en el patio sabía que pasaba, algunos se rieron y señalaron que las mujeres son miedosas y hacen escándalo de cualquier cosa. Pero cuando terminaron de salir las histéricas mujeres, detrás salió don Moncho, quien volvió a exclamar a todo pulmón:

— ¿Qué pasa aquí?

En ese momento hubo una histeria colectiva, todos comenzaron a gritar y a correr, chocaban unos con otros, muchos se caían al tropezarse con las sillas. Alguien en la carrera se enredó en la extensión eléctrica y cortó la luz.

La oscurana aumentó la confusión y los gritos. Un señor corriendo en lo oscuro chocó con el cerdo que estaba colgado, y ambos cayeron al suelo, el señor gritaba:

— ¡Ay! ¡Dios mío!, ¡Me agarró el muerto!

En la confusión le dieron vuelta a la olla de tamales, y varios se deslizaban y se caían aplastando decenas de tamales. Las gallinas sacrificadas rodaban por el suelo y una señora gritaba que había pisado la cabeza del difunto. Poco a poco todos comenzaron a saltar el cerco de alambre de púas, varios pedazos de pantalones y de faldas quedaron enredados, pero a nadie le interesaba.

¡Ahí viene don Moncho!

Pocos momentos después, más de doscientas cincuenta personas corríamos como almas que se lleva el diablo, por aquella calle polvosa, con el único objetivo de alejarnos de allí y llegar a la ciudad. Algunos se tiraron por los cafetales y corrían por los cerros.

Doña Matilde Galdámez, que con tanto esfuerzo la subimos al camión, era la que iba corriendo adelante, y no la podíamos alcanzar, es increíble la fuerza que da la adrenalina cuando se tiene miedo.

Ni nos dimos cuenta a que horas pasamos por el riachuelo, ni a nadie se le ocurrió quitarse los zapatos y los calcetines para no mojarse.

Yo corrí sin parar hasta mi casa, a pesar de que, a mis catorce años, nunca había practicado ningún deporte, no me sentía cansado. Toqué la puerta del zaguán del mesón con desesperación, pues sentía que don Moncho me arañaba la espalda.

Gracias a Dios que la niña Cristina, que era la mesonera me abrió rápido, así pude entrar y contar lo sucedido. Al principio nadie me creía, pero poco a poco la noticia de que don Moncho había regresado del más allá se comenzó a difundir. Pude dormirme después de que me tomé un gran vaso de té de hojas de naranjo agrio, que me prepararon para que me pasara el susto. Pero toda la noche tuve pesadillas.

Al siguiente día temprano, de forma espontánea se fue organizando una gran peregrinación para regresar a la casa de don Moncho, y saber exactamente qué había pasado y en que había terminado todo. Al llegar, todavía con un poco de miedo, nos encontramos a don Moncho sentado tranquilo en una mecedora, recibiendo las visitas que llegaban a darle la bienvenida, por estar de regreso en el mundo de los vivos.

Nos explicó con mucha paciencia que había tenido un ataque de catalepsia, que es una enfermedad por la cual la gente se muere aparentemente, pero en el fondo están vivos, y de repente vuelven a resucitar.

Que él no sabía que padecía esa enfermedad, pero que ahora, ya sabedor, había hecho jurar ante Dios a su familia, que la próxima vez que se muera lo tendrían que velar durante tres días y tres noches, para asegurarse que estaba muerto de verdad y evitar la desgracia que lo fueran a enterrar vivo.

Después nos contó que había devuelto el ataúd a la funeraria, con una protesta de que le devolvieran el dinero, pues él de previsor había pagado con anticipación los servicios funerarios, y había pagado el equivalente a un entierro del tipo Presidencial, pero el servicio que le dieron no llegaba ni al de un diputado suplente.

Nos dijo además que esa tarde iría a la alcaldía, pues ya lo habían borrado de la lista de los vivos y lo habían anotado en la de los muertos, y era necesario reinscribirlo, pues no es ninguna gracia estar naturalmente vivo y legalmente muerto.

Al comenzar la guerra, en 1980, yo me tuve que ir de Santa Ana, y todavía don Moncho seguía vivo. Ahora ya no sé qué sucedió con él. Pero siempre le he deseado Larga vida o buena muerte.

Marzo / 2005 – Juan José Martel Publicado originalmente en el blog de Hunnapuh

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