Este sábado dos de noviembre cumplí con un ritual costumbrista de nuestra cultura, es decir fuimos con mi esposa a “enflorar” a nuestros muertos.
Es decir, a mi padre, fallecido en el 2020 casi a los 94 años, a mi suegro fallecido el 2006, bastante joven, 66 años, a mi cuñada fallecida hace tres meses a los sesenta años.
Luego nos dirigimos hasta el pueblo de mi casa paterna donde están enterrados todos mis tíos y abuelos por el lado de mi padre, cementerio en donde está la antigua tumba que aparece en la foto que adorna este post.
Nosotros al ser una especie de mexicanos en pequeño, (los pipiles son mexicas y aztecas que se vinieron de México en épocas precolombinas), tenemos muy arraigado cierta devoción por la muerte.
En los últimos cuatro años, como famila, hemos estado muy cercanos a la muerte, durante la pandemia, enfermamos de COVID, pero sobrevivimos, me operaron hace poco y la intervención quirúrgica se complicó a un extremo tal que mi esposa pensó lo peor, pero afortunadamente, también sobreviví. Desde el 2020, ha muerto mucha gente cercana a nosotros y parientes en ese corto lapso de tiempo y como dijo Roque a los 27 años, comencé a dudar de mi inmortalidad, solo que, en mi caso, a los sesenta y dos.
En muchas culturas, entre ellas la nuestra, la muerte no es vista como el final de la existencia, sino como un paso hacia una nueva forma de vida o hacia un plano espiritual diferente. Esta creencia ofrece una perspectiva consoladora y estructurada sobre el fin de la vida física y ayuda a las personas a enfrentar la incertidumbre de lo desconocido.
Por esta razón estas creencias se encuentran muy arraigadas en el inconsciente colectivo latinoamericano. La noción de que la muerte es solo una transición es fundamental para entender cómo estos sistemas culturales y religiosos otorgan sentido a la existencia humana y a la naturaleza cíclica de la vida.
Pero en realidad la fascinación por la muerte está arraigada en todas las culturas humanas, creo que desde que el primer cavernícola vio como a su compañero lo devoraba un tigre dientes de sable y no volvía con él a la caverna, tuvo un encuentro con la muerte como final de la vida.
Esto seguramente lo llevó a filosofar sobre la existencia, la vida, la muerte y demás hierbas al calor de su pequeña hoguera tribal. Su vida era tan frágil allá afuera, pero, por otro lado, si no salía a cazar, se moriría de hambre. Nuevamente estaba la muerte bailando frente a él.
Por eso nos atrevemos a afirmar que desde hace siglos, desde que el ser humano tuvo un atisbo de algo parecido a la inteligencia, se puso a pensar en la muerte.
Algunos escritores y personajes han reflexionado sobre la muerte y para citar solo a unos pocos.
Gabriel García Márquez – “La muerte no llega con la vejez, sino con el olvido.”
Isabel Allende: “La muerte no existe, la gente sólo muere cuando la olvidan; si puedes recordarme, siempre estaré contigo.”
Jorge Luis Borges – “La muerte es una vida vivida. La vida es una muerte que viene.”
Shakira: “Canto para desafiar a la muerte.”
William Shakespeare – “El cobarde muere mil veces antes de morir, pero el valiente gusta la muerte sólo una vez.”
Marlene Dietrich: “¿Miedo a la muerte? Uno debe temerle a la vida, no a la muerte.”
Franz Kafka – “El significado de la vida es que se termina.”
Mario Benedetti – “Después de todo, la muerte es solo un síntoma de que hubo vida.”
Virginia Wolf: «no puedo escribir. No puedo leer. No resistiré otra vez»; «voy a hacer lo que me parece mejor». (fragmentos de la carta a su esposo antes de suicidarse)
Elbert Hubbard – “No te tomes la vida demasiado en serio; nunca saldrás vivo de ella.”
La muerte como final de la vida o inicio de otra, ha sido, desde tiempos inmemoriales, uno de los temas centrales de la filosofía, la religión, el arte y la ciencia. Es una constante universal que ha obsesionado a la humanidad, planteando preguntas fundamentales sobre el sentido de la vida y el propósito último de la existencia.
La muerte es una de las realidades más inescapables y misteriosas de la vida. Desde tiempos inmemoriales, ha sido fuente de temor, reverencia y una inagotable fascinación. Este enigma final despierta preguntas profundas:
¿Qué significa morir?
¿Hay algo más allá?
¿Qué permanece de nosotros una vez que abandonamos el mundo físico?
Mas allá de la muerte
¿Será la nada o el todo?
Las prácticas recopiladas en la historia y las construcciones funerarias encontradas en culturas ancestrales reflejan esta constante inquietud y deseo de entender lo que sucede tras el último aliento. Desde las tumbas cuidadosamente construidas y tan monumentales como las pirámides de Egipto, los rituales funerarios, las ofrendas y la mitología asociada son una prueba de cómo el temor y la fascinación por la muerte han sido fundamentales en la formación de las civilizaciones.
Esta fijación por la muerte ha sido estudiada a fondo y puede explicarse desde varias perspectivas:
Filosófica: La muerte plantea preguntas sobre la naturaleza del ser y el propósito de la vida. Filósofos como Sócrates, Heidegger y Camus han tratado de entender cómo esta certeza de finitud afecta nuestra manera de vivir.
Psicológica: Sigmund Freud habló de la “pulsión de muerte” o Thanatos, que sugiere una tendencia inherente hacia la autodestrucción o, al menos, hacia el reconocimiento de la mortalidad. Según Freud, la aceptación de la muerte es también un proceso de autorreflexión.
Cultural y religiosa: Las religiones alrededor del mundo intentan consolar al ser humano con visiones de una vida después de la muerte, como el Cielo, el Nirvana o la reencarnación. Estas creencias no solo proporcionan consuelo, sino que también subrayan la fascinación y el deseo humano de trascender el fin de la existencia.
En todas estas dimensiones, la muerte no es solo el final, sino una pregunta sin respuesta, un límite que nos define y, paradójicamente, nos impulsa a vivir en la búsqueda de un propósito.
En las civilizaciones prehispánicas de Mesoamérica, como los aztecas y los mayas, la muerte era parte de un ciclo eterno de vida, muerte y renacimiento. Para estas culturas, el inframundo (conocido como Mictlán en la cultura azteca) era el destino de las almas que debían atravesar un complicado viaje para alcanzar el descanso final. Sin embargo, la muerte no significaba un final absoluto. Aquellos que morían en batalla, en sacrificios rituales o durante el parto, por ejemplo, eran considerados dignos de ir a lugares especiales de descanso, como el Tonatiuhichan, el lugar del sol. La vida y la muerte estaban profundamente entrelazadas, y la muerte era vista como una fase necesaria para que el ciclo de la naturaleza y el universo se mantuviera.
Para el budismo, la muerte es una etapa de transición dentro del ciclo de samsara, la rueda de la vida y la muerte. En esta perspectiva, el objetivo es alcanzar la iluminación y liberarse del ciclo de reencarnación, logrando el estado de nirvana, que representa una trascendencia de la existencia física y espiritual. De modo similar, el hinduismo considera que el alma (o atman) se reencarna en nuevas vidas, lo que depende de las acciones (o karma) acumuladas en vidas anteriores. En ambas religiones, la muerte es vista como una continuación, una transición hacia otra forma de existencia que ofrece la oportunidad de progreso espiritual.
Los antiguos egipcios también concebían la muerte como el comienzo de un viaje hacia una vida eterna. Para ellos, la existencia en el Más Allá dependía de llevar una vida en armonía con Ma’at, la diosa de la verdad y el equilibrio. Tras la muerte, el alma debía pasar por un juicio en el que su corazón era pesado contra una pluma (el símbolo de Ma’at); solo aquellos cuyo corazón no estuviera “cargado” por el mal podrían ingresar a la vida eterna. Este concepto espiritual motivó muchas de sus prácticas funerarias, como la momificación y la construcción de tumbas ornamentadas, para garantizar que el difunto estuviera preparado para este viaje al Más Allá. La muerte, en este contexto, no era el final, sino el acceso a una vida eterna y, posiblemente, a una mayor perfección.
Las religiones abrahámicas, como el cristianismo y el islam, también consideran la muerte como un tránsito hacia una vida posterior. Según estas creencias, los actos de una persona en vida determinan su destino eterno: el cielo o el infierno en el cristianismo, o el Jannah (paraíso) y el Jahannam (infierno) en el islam. En ambas religiones, la muerte marca el comienzo de un juicio divino en el que el alma es evaluada, y la creencia en una vida después de la muerte actúa como un incentivo para vivir de acuerdo con las enseñanzas de Dios. Esta noción de muerte y resurrección en otra vida no solo alivia el temor al fin, sino que también da un sentido de propósito y moralidad en la vida presente.
Se acaba todo
No hay nada más allá de la muerte
En contraste, algunas culturas y filosofías consideran la muerte como el final definitivo de la existencia. Esta visión también ha dado forma a diversas corrientes de pensamiento y actitudes culturales ante la vida y el sentido de la existencia.
En la era moderna, el ateísmo y el agnosticismo han crecido como posturas filosóficas que rechazan o cuestionan la idea de una vida después de la muerte. Desde esta perspectiva, la muerte representa el cese absoluto de la conciencia. La ausencia de un plano espiritual o una vida posterior plantea que la vida humana es limitada y que el propósito y sentido de la existencia deben encontrarse en esta vida. Esta percepción, aunque puede resultar inquietante para algunas personas, también ha inspirado movimientos que promueven la importancia de aprovechar al máximo el tiempo que tenemos, desarrollando valores como el humanismo, la ética secular y la búsqueda de la felicidad en el presente.
Filósofos existencialistas como Jean-Paul Sartre y Albert Camus consideraron la vida como un fenómeno carente de propósito o dirección inherente. Para Sartre, la muerte marca el fin de la existencia de un ser cuya vida no tenía significado predeterminado. Camus, en su obra El mito de Sísifo, aborda el concepto de la absurdidad de la vida y la “rebelión” ante la muerte, es decir, encontrar satisfacción y sentido en una vida finita, aun sabiendo que todo terminará. Esta visión ha influido en movimientos filosóficos y culturales que, aunque no consuelen con una idea de vida después de la muerte, inspiran a las personas a vivir de acuerdo con sus propios valores y crear su propio significado.
En algunas corrientes de pensamiento en Asia oriental, como el taoísmo y el zen budismo, la muerte es aceptada como una parte natural de la vida. Estas filosofías enseñan a no ver la muerte con temor, sino a considerarla como un aspecto inevitable del Dao (en el taoísmo) o como una manifestación de la naturaleza de la existencia (en el zen). Estas tradiciones enfatizan vivir en armonía con el flujo de la vida, sin apegos innecesarios que puedan generar angustia frente a la muerte. Aunque no necesariamente niegan la posibilidad de una vida después de la muerte, no la consideran un aspecto fundamental, sino una parte de la continuidad natural del universo.
Ya sea como el inicio de una nueva vida o como el prosaico final de todo, la muerte nos lleva a reflexionar sobre ella, a temerle o a esperarla. La muerte, la gran igualadora. Nos asusta porque pone en jaque nuestras ganas de aferrarnos a lo que conocemos, pero, al mismo tiempo, nos atrae su misterio, su oscuridad, casi como una película que no queremos ver… pero tampoco perdernos.
Tal vez al final, más que temerle a la muerte, a lo único que deberíamos tener miedo es a no aprovechar el tiempo y vivirla plenamente quedando con nuestra programación vacía antes de llegar al gran “final de temporada”.
Porque, después de todo, la muerte podrá ser el fin, pero ¡qué irónico sería no haber vivido primero!